Los anuncios de Sáchez de este miércoles forman parte de la fase defensiva. Lo que falta es la parte ofensiva, que tendrá que encontrar su tiempo adecuado. Será entonces cuando el Gobierno tenga que desplegar una estrategia para confrontar con el bloque reaccionario en clave ideológica y política
Algunos analistas consideraban que Pedro Sánchez se presentaba en el Congreso en su día más difícil. Sin embargo, Sánchez ha demostrado que está curtido en mil batallas. Ha reconocido que pensó en dimitir, pero para desesperación de las derechas –y de la izquierda partidaria del “mal mayor”– también ha anunciado que el Gobierno aguantará hasta agotar el ciclo. La resistencia de Sánchez ante la adversidad es sobradamente conocida.
Aun así, el impacto del caso Ábalos-Cerdán es enorme. En primer lugar, porque afecta a las dos personas más cercanas al presidente y piezas fundamentales en la maquinaria del partido. En segundo lugar, porque, aunque la trama haya nacido en el partido, su expansión necesitaba del Gobierno para prosperar. Hay ya investigaciones abiertas a altos cargos del Ejecutivo y todo apunta a que existen más grabaciones y más implicados. El desarrollo judicial del caso puede esconder sorpresas que lo cambien todo.
En su comparecencia, Pedro Sánchez ha afirmado que se equivocó al confiar en José Luis Ábalos y en Santos Cerdán, tras lo cual ha presentado una batería de medidas anticorrupción. Se trata de un movimiento necesario que tiene como objetivo no sólo corregir déficits institucionales, sino, sobre todo, separar en el imaginario público al gobierno actual de la trama de corrupción.
La corrupción es uno de esos asuntos que operan como corrosivos de la imagen de un gobierno y de la propia democracia, como decía hace algunos días. Es uno de esos fenómenos con fuerza suficiente como para hacer caer gobiernos. A pesar de ello, rara vez se aborda con el rigor necesario. Y esta vez, Pedro Sánchez ha optado por presentar medidas que sitúan bien el problema y que se nutren del diálogo con sus socios de gobierno de SUMAR.
Hay dos formas generales con las que abordar este debate. Una es la posición moralista según la cual lo que necesitamos en política son personas honradas, limpias y siempre dispuestas a sacrificarse por el bien común. En una sociedad de tradición judeocristiana como la nuestra, esta es la aproximación que tendemos a mantener por defecto. Sin embargo, la exigencia es tan grande que en cuanto surge un caso concreto de corrupción se desmorona la credibilidad del sistema entero.
La segunda es la posición institucionalista o republicana, que entiende que la política no puede funcionar bajo el requerimiento de que las personas sean seres de luz. En este caso, se trata de asumir que pueden existir almas descarriadas que antepongan su beneficio personal al bien público. El objetivo entonces es diseñar las instituciones pensando en neutralizar esa posibilidad, a través del establecimiento de desincentivos a esas malas prácticas.
Cuando la corrupción desbordó a la monarquía española bajo Juan Carlos de Borbón, el arreglo al que llegaron PP y PSOE consistió en hacernos creer que el cambio de caras en la jefatura del Estado sería suficiente. Se reconocían los desmanes del padre, pero se alegaba que el hijo jamás se comportaría de igual modo. Nos invitaban a confiar en la bondad y honradez de una persona, sin que se estableciera ningún mecanismo adicional de fiscalización sobre la monarquía que impidiera una repetición de lo sucedido. Sin duda, esta fue una solución pensada para salvar a la corona de un mayor desgaste; pero fue una solución moralista.
En realidad, las instituciones políticas deben diseñarse pensando en la anomalía, es decir, en la posibilidad de que haya un sinvergüenza que quiera corromperse. Esto refiere tanto a la administración pública como a los partidos políticos, estando estos últimos rara vez están preparados para estas eventualidades en tanto la constitución permite que sean jerárquicos y opacos. Así, las reformas pendientes en ambos ámbitos son muchas, y las propuestas de Pedro Sánchez van en la dirección correcta.
También es urgente cambiar el foco: cuando hay un corrupto que cobra, hay un corruptor que paga. A pesar de que se trata de una coparticipación necesaria, este suele ser un punto ciego en las narrativas convencionales sobre corrupción política. Lo cierto es que en los amaños de concursos públicos hay tanto corruptos como corruptores, y estas prácticas deberían desincentivarse y penalizarse en ambas dimensiones. Habrá que ver el diseño concreto, pero es buena noticia que Sánchez haya anunciado “un sistema de exclusión y listas negras para impedir que las empresas condenadas por corrupción puedan seguir contratando con la Administración”.
¿Servirán estos anuncios para frenar el desgaste político acumulado en las últimas semanas? Es improbable. Aunque son reformas técnicamente necesarias, están dirigidas a mandar el mensaje de que “no volverá a ocurrir”. Estos anuncios son parte del repertorio político que busca cauterizar la herida y marcar distancias entre el gobierno y la trama de Ábalos-Cerdán. Es, por decirlo así, parte de la fase defensiva y de control de daños que tiene que desplegar el Gobierno.
Lo que falta es la parte ofensiva, que tendrá que encontrar su tiempo adecuado cuando la inflamación se haya reducido. Quizás inmediatamente a la vuelta del verano. Será entonces cuando el gobierno tenga que desplegar una estrategia pensada para confrontar frontalmente con el bloque reaccionario en clave ideológica y política. Sólo de esa forma se logrará recuperar la confianza no sólo de la mayoría de los socios parlamentarios sino sobre todo de una ciudadanía que ahora mismo está desmoralizada.
En estos últimos días el PP y Vox han confrontado en público a cuenta de lo que harán o dejarán de hacer cuando lleguen al gobierno. Están confiados en su victoria, y el propio Feijóo se muestra pletórico ante la posibilidad de que el desgaste del gobierno progresista sea suficiente para hacerle llegar a la Moncloa. También Podemos ha soltado amarras con el gobierno progresista, creyendo que una caída rápida del gobierno podría situar al partido morado a la cabeza de una menguadísima resistencia ante un gobierno reaccionario. Sin embargo, harían bien todos ellos en no confiarse demasiado. Si las elecciones no tienen lugar hasta 2027, y el gobierno progresista hace las cosas bien, las heridas habrán tenido tiempo para sanar. Entonces puede suceder que la gente vote con otras cosas en la cabeza, lo que abrirá la puerta a repetir la sorpresa de julio de 2023. No será fácil, pero tampoco es imposible.