Trabajar a distancia desde una playa en un país lejano puede parecer idílico, y la cifra de personas que lo hacen se ha disparado desde 2019. Sin embargo, muchos nómadas han vuelto a su país y a un horario convencional, tras experimentar soledad, enfermedades y lidiar con la burocracia
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Jason, un estadounidense de 34 años, se tambalea alrededor de la mesa de billar, taco en mano. Cinco cervezas Saigón más tarde, saldrá del establecimiento arrastrando los pies, se subirá a una moto y conducirá ebrio hasta su bungalow en la playa. Lo sé porque esta rutina se ha repetido en las últimas cuatro noches. Mientras tanto, Eloise, francesa de 38 años, baila en la pista. Antes, en la playa, me habló de sus grandes sueños con el bitcoin, aunque todavía no tiene los fondos que necesita.
También está Bex, una británica de unos 50 años con los ojos grandes y desorbitados porque acaba de tomarse una pastilla. Sólo pasa un mes al año en el Reino Unido. Explica que no regresa porque quiera, sino para tranquilizar a su familia, que está preocupada por ella.
Aquí estamos juntos en esta isla paradisíaca del sudeste asiático y todos hemos cerrado ya los portátiles. Este es el sueño del nómada digital, ¿verdad? Así es la aventura y la libertad, ¿No es así? Felicidad en estado puro. ¿O es todo una farsa?
En los últimos años, la cifra de nómadas digitales -personas que trabajan a distancia sin un lugar fijo- ha aumentado espectacularmente. De hecho, en 2024 cerca de 18,1 millones de trabajadores estadounidenses se describieron a sí mismos como nómadas digitales; un aumento del 147% desde 2019, según la consultora de recursos humanos MBO Partners. La firma de investigación Public First estima que hay 165.000 ciudadanos británicos que trabajan como nómadas digitales y que el 7% de la población adulta afirma que es muy probable que viva y trabaje como nómada digital en los próximos tres años.
Sin embargo, para algunos nómadas digitales, el atractivo de este estilo de vida está disminuyendo. Lo sé porque, hasta hace poco, yo era uno de ellos. Soy escritora y en 2022 decidí hacerme autónoma. El coste de la vida en el Reino Unido se había disparado y tenía dos opciones; pagar unas 1.000 libras al mes por un piso en (a las afueras de Londres) o cuidar las mascotas de mis amigos cuando se iban de viaje y vivir, gratis, en sus casas mientras ahorraba para tener la entrada y comprar mi propia vivienda. Me pareció evidente qué decisión tomar.
Cuidé a mascotas en el Reino Unido y también en climas más soleados. Los vuelos eran lo que más me costaba (cuando no cuidaba mascotas, me quedaba con amigos y familiares que vivían en el extranjero), pero perseguir el sol seguía siendo más barato que pagar el alquiler y las facturas en el Reino Unido y me permitía ahorrar dinero. Ya sabía cómo era vivir y trabajar en el extranjero; había trabajado recientemente dos años en Japón y un año antes, en Australia. Así que, supuse, sería absurdo no irme a un bungalow del sudeste asiático y trabajar como freelance desde allí.
Al principio, el estilo de vida nómada me encantó. Trabajaba a mi aire, normalmente durante el día, para unos cuantos clientes. Al atardecer, me subía a una moto y conducía entre columnas de humo de comida callejera para reunirme en la playa con mis nuevos amigos y beber agua de coco. Me sentía maravillosamente libre. Pero en el ecuador de mi último viaje de seis meses, algo sucedió. Una voz interior empezó a plantearme insistentemente una pregunta. Hacia el último mes, era un grito omnipresente: “¿Qué estás haciendo?”.
Nómadas digitales en una local preparado para este tipo de trabajadores.
Corina, una exnómada digital de Australia, también empezó a hacerse la misma pregunta. Como podía dirigir su negocio inmobiliario a distancia, se había ido a Sudamérica. “Estaba explorando, conociendo gente diferente… era genial. Me sentía completamente libre. Pero, de repente, empecé a cuestionarme si lo que estaba haciendo era lo que realmente quería”.
Corina, una viajera con mucha experiencia que ha visitado 40 países no suele sentir nostalgia. Describe la emoción de cruzar a Venezuela, pasar seis meses en ese país y sentirse “salvaje y libre”. Sin embargo, dice: “En algún momento, me agotó que todo fuera tan complicado. Nunca sabía lo que me esperaba. El agua caliente y la electricidad se cortaban cada día a una hora aleatoria. Los taxistas se guiaban por indicaciones en español y yo hablaba un español muy básico. Y luego estaba el problema de la moneda. Tenías que pagar en criptomonedas -utilizando una aplicación que solo funcionaba a veces- o en dólares estadounidenses, lo que requería encontrar a alguien de confianza para cambiar divisas”.
Para mí, cualquier recuerdo de los retos a los que me había enfrentado se evaporaba tras una semana de vuelta en la nublada Inglaterra. La idea de volver a hacer maletas era lo único que me motivaba. Pero, como ocurre con cualquier adicción, satisfacer el ansia de viajar con más viajes no arreglaba nada. Tenía la sensación de huida, no de libertad.
Había confundido el nomadismo digital con las vacaciones. Pero resultó que trabajar en una cafetería seguía siendo trabajar, solo que en una cafetería, tanto en un Starbucks de Swindon como en un chiringuito de Bali. Me di cuenta de que me molestaba tener que trabajar cuando había tanto por explorar.
“Me preguntaba si estaba haciendo lo que quería”. Corina, en México
Irónicamente, muchos nómadas digitales acaban recorriendo todas las cafeterías Starbucks del mundo. “Es el único lugar con un wifi que no va a caer”, explica Matt, de 25 años, un colega escritor británico y nómada intermitente desde 2019. “No me gustaba trabajar en esa cafetería, pero encontrar un lugar para trabajar siempre era complicado”. A él también le asaltaban inquietantes preguntas existenciales mientras cumplía con su sueño de viajar. “En mi caso, desde el inicio tuve dudas”, reconoce: “Llegué a mi apartamento alquilado en Kuala Lumpur, que tenía una piscina en la azotea, y pensé: ‘¡Vaya, esto es todo lo que he soñado!’. Pero se me pasó la emoción y sentí un profundo dolor en mi interior. Tuve la sensación de estar en el lugar equivocado”.
En un momento dado, Matt pasó por 12 países en 90 días como parte de un viaje de dos años. “En cada lugar nuevo al que llegaba, recuerdo que pensaba: ‘¿Y ahora qué? Cuando era joven, pensaba que tener éxito significaba poder viajar por el mundo. Pero ahora que lo estaba haciendo no tenía la sensación de éxito; me sentía solo y agotado. Quería salir y explorar, pero no tenía energía”.
Según un estudio de la Universidad de Groningen (Países Bajos), llevar un estilo de vida nómada de forma permanente puede tener “implicaciones significativas en el curso de la vida de un individuo”, afectando tanto a las oportunidades de empleo como al bienestar mental. El estudio concluye que “los nómadas digitales perciben su estilo de vida itinerante como una fase temporal de sus vidas” y que muchos “acabarán buscando más estabilidad y continuidad”, ya sea estableciéndose en sus países de origen o emigrando permanentemente.
Caterina, una gestora de proyectos italiana, descubrió que su estilo de vida nómada empezaba a afectar a su salud. Trabajando a distancia para una empresa tecnológica en 2022, ella y su pareja pasaron temporadas en Europa, Asia y Estados Unidos. “No había tenido en cuenta todo el papeleo burocrático adicional que conlleva este estilo de vida”, explica. “Siempre estábamos reservando vuelos, buscando alojamiento y hablando otros idiomas, todo ello mientras hacíamos malabarismos con trabajos a tiempo completo”, dice. “Empezamos a enfermar con más frecuencia de lo normal y nunca podíamos recuperarnos del todo porque no estábamos en un entorno cómodo. Y luego, cuando la situación se calmaba, volvíamos a partir”.
“No me quedaba energía”. Matt, en Sídney
Recuerdo un periodo de mi viaje a Vietnam en 2023 en el que un ataque de amigdalitis se sumó a una intoxicación alimentaria, todo en los mismos dos meses. Temblaba y sudaba en el trayecto de Ho Chi Minh a Vũng Tàu, a bordo de un ferry de dos horas, deseando en silencio que terminara el viaje. Pero debo confesar que mi nomadismo digital era “suave y muy acompañado”. El ferry me dejaba casi directamente en la puerta de casa de mi hermano en Vũng Tàu, donde vivía entonces. Podía meterme en la cama de la habitación de invitados y encerrarme y trabajar, ya que no tenía más obligación que la laboral.
A diferencia de Matt, que empezó a viajar a países desconocidos cuando terminó los estudios, yo me instalaba en lugares donde ya tenía contactos, quedándome con amigos o cerca de ellos durante largos periodos. Durante tres meses en Sídney, recreé la vida de expatriada que había aparecido allí varios años antes: trabajar durante el día desde mi alojamiento, bañarme en el mar en la hora de comer y reunirme con amigos por las noches y los fines de semana.
Y, sin embargo, mis preocupaciones persistían. Lo cierto es que ni estaba de vacaciones en Sídney ni vivía allí. Veía a mis amigos pasar el día, cumpliendo los planes que habían hecho antes de mi llegada y haciendo otros nuevos para cuando me hubiera ido. Era como una viajera en el tiempo, que se colaba temporalmente en su mundo desde otro reino.
Empecé a sospechar que gran parte de la vida nómada digital tenía que ver con las apariencias. En Bali, oí a un hombre presumir de que ganaba mucho dinero sin esfuerzo, pero luego pude ver que estaba estresado mientras hablaba por videollamada a las diez de la noche. También presencié una escena en la que una coach que predicaba la positividad en su blog de viajes gritaba a una camarera local porque su filete estaba demasiado hecho. Y me estremecí ante la cantidad de jóvenes de 25 años que se autoproclamaban empresarios (aunque puede que sólo sea que mi carácter británico tiene problemas para aceptar el optimismo estadounidense).
La palabra “establecerse” y echar raíces había sido un anatema para mí durante mucho tiempo. Entonces, un día en Sídney, charlé con un lugareño en la piscina de roca de Collaroy antes de pasar la noche charlando con viejos amigos durante la cena, y me di cuenta de que la ciudad no era el principal factor determinante de mi felicidad. Era la gente y la comunidad que se forma si echas raíces en un lugar.
“El estilo de vida nómada requería mucho papeleo burocrático”. Caterina, en Seúl
Gradualmente, la noción de que podía tener un hogar propio, vecinos conocidos, clases de deporte a las que asistir de forma regular y una cafetería en la que sabían mi nombre me fue pareciendo atractiva. Antes menospreciaba la rutina; ahora sabía que era crucial si quería construir una vida que mereciera la pena.
Era consciente de que volver no iba a ser fácil. Cuando el avión de Ho Chi Minh a Londres descendió, miré los campos de Inglaterra y no tuve claro el propósito de mi regreso ni qué haría. Los primeros meses los pasé entre la casa de mi familia y las de otras personas como cuidadora de mascotas. Amigos y familiares me preguntaban por mi “plan” y me sentía muy mal por no tener ninguno. El choque cultural inverso fue agudo. Descubrí que la gente no te pregunta por tus viajes porque las experiencias son demasiado ajenas. Además, había empezado una relación en el extranjero y la quería mantener, pero era consciente de que hacía aguas. Me resultaba complicado hablarlo con mis amigos, ya que no conocían a la persona ni el contexto. Estaba desorientada, pero también me sentía como si nunca me hubiera ido.
Acepté un trabajo que, aunque seguía teletrabajando, estipulaba dónde podía establecerme. Firmé un contrato de alquiler de un piso en Brighton, que me mantendría en un mismo lugar al menos durante el año siguiente. Algunos nómadas, como yo hace tres años, podrían considerarlo como una condena de cárcel, pero yo me sentía liberada.
Los nómadas digitales viajan y trabajan desde cualquier lugar.
Corina, consciente de que ciertas aspiraciones sólo pueden cumplirse si estás en un lugar, regresó a Australia. Pero dio un paso más: por primera vez en más en diez años, consiguió un trabajo de oficina. “Irónicamente, tener un trabajo fijo me ha tranquilizado”, reconoce. “Cuando volví por primera vez, pasé dos semanas en casa de mi hermana en otra ciudad. Como trabajaba para mí, pude hacerlo. Pero mientras estaba con ella, no paraba de atender llamadas y mi hermana me echó en cara que era como si no estuviera. Y empecé a preguntarme: ¿cuándo seré dueña de mi propio tiempo?”.
“No me arrepiento ni un segundo de mis viajes”. Bratt, en Bali
Al principio, Corina pensó que volver a una oficina sería como “enjaular a una bestia salvaje”, pero trabajar con un horario ha tenido un impacto inesperadamente positivo en su vida. “Al tener que ir a una oficina, me veo obligada a ser productiva (…) Me he dado cuenta de que soy menos eficiente cuando controlo mis propios horarios: Me acuesto tarde y me levanto tarde, lo dejo todo para más tarde, me reprocho mi pereza y acabo haciendo a las tres de la madrugada lo que tenía que hacer a las nueve, por culpa de dejarlo todo para el último momento. Pero ahora tengo una estructura y, como sólo dispongo de ventanas de tiempo cortas y fijas para hacer las cosas, de repente soy capaz de hacerlas”.
Tras cinco años de viajes intermitentes, Matt se vio obligado a parar tras una situación que fue la gota que colmó el vaso. Tuvo un colapso pulmonar y fue hospitalizado. “Estaba en el hospital, no podía respirar bien y no tenía a nadie a quien llamar”, dice. Su seguro de viaje no cubría los gastos médicos y tuvo que recurrir a sus ahorros para pagar el tratamiento. “Fue un desastre total y me sentí muy aislado y solo”. Matt se recuperó por completo, pero regresó al Reino Unido y ahora disfruta pasando tiempo con su familia.
Después de cuatro años viviendo en habitaciones o pisos alquilados a través de Airbnb, Caterina me cuenta, con una mezcla de emoción y temor, que ella y su pareja acaban de firmar el contrato de alquiler de un apartamento en Nueva York, “aunque tardamos un año en atrevernos a firmar”, se ríe.
Ninguno de nosotros descarta la posibilidad de volver a una vida más nómada en el futuro. Pero todos estamos de acuerdo en que, al menos de momento, es hora de un poco de continuidad y de situarnos mentalmente, y de ver qué nos depara la vida. De momento, nos ha devuelto la alegría por las pequeñas cosas de la vida. Para Caterina, esas pequeñas cosas son cuchillos de cocina afilados y de calidad. Para Matt, un carné de biblioteca. Para mí, ser socia de una piscina.
Como todos los exnómadas digitales con los que he hablado, no me arrepiento ni un segundo de mis viajes. Estoy inmensamente agradecida por haber tenido oportunidades que muchos no tienen, y a menudo he sentido esa gratitud intensamente mientras contemplaba, asombrada, los paisajes de los países en los que me encontraba.
Y aunque mañana por la mañana no podré subir a lo alto de un volcán balinés para ver el amanecer, lo cierto es que la salida del sol se ve muy bien desde mi playa de Brighton.