En las próximas semanas se va a votar en el Congreso una reducción de la jornada laboral. No será una transformación radical ni visionaria; no dibujará un nuevo modelo de sociedad. Será una más de todas esas mejoras incrementales que parece que son lo máximo que nos puede ofrecer a día de hoy la aritmética parlamentaria y, aun así, es mucho más importante de lo que parece
Dicen que lo que diferencia a los humanos del resto de los animales es que podemos imaginarnos a nosotros mismos en el futuro y en el pasado: proyectarnos. Es precisamente por eso que nuestra identidad no tiene la forma de una fotografía estática: no somos lo que podemos observar en un instante, somos una historia; cada uno de nosotros tiene en la cabeza una narración sobre sí mismo que va mutando y transformándose a medida que avanza en la vida.
Esta forma de pensar tiene una consecuencia muy extraña y de la que se habla muy poco, y es que las condiciones materiales del presente casi nunca determinan nuestro estado de ánimo. Así es como ocurre que, aunque en los últimos años tanto el mundo como España han mejorado y mucho, el humor colectivo no hace más que deteriorarse por todas partes. Aunque el PIB lleva años creciendo por encima de la Eurozona, el empleo bate récords históricos y los salarios reales han crecido más o menos ininterrumpidamente durante algunos años, si observamos las encuestas o, incluso, si preguntamos a nuestro alrededor, podemos identificar un malestar generalizado, como una sensación de catástrofe inminente o de crisis siempre en ciernes.
¿Por qué está todo el mundo tan enfadado?
Quizás lo que ocurre es que no solo somos capaces de proyectarnos en el futuro, sino que vivimos mucho más en ese momento que está por llegar que en el presente. Siglos de educación en la disciplina, en el sufrimiento y en el sacrificio nos han convertido en una civilización que siempre supedita su presente para conseguir un futuro mejor. Por eso estamos dispuestos a matarnos de hambre a cambio de tener un cuerpo delgado, a dejarnos los cuernos estudiando a cambio de un futuro profesional o a trabajar durante décadas con tal de que al llegar a la jubilación nos aguarde un horizonte de descanso. Es cuando ese futuro mejor se desvanece que todo lo demás se viene abajo como un castillo de naipes.
¿Cuándo se desvaneció el futuro?
Yo diría que en torno a 2013. Habían pasado unos años desde la gran crisis de 2008 cuando el mundo empezó a darse cuenta y a reconocer –si no en los grandes discursos, desde luego a pie de calle– que las expectativas de vida del siglo XX no iban a volver. No habría, como nos habíamos imaginado, colonias en Marte, ni robo-chachas. No habría para cada joven un puesto de trabajo “de lo suyo”, ni una casa en propiedad, mucho menos otra en la playa. Y peor todavía: si no éramos capaces de ponerle remedio, el cambio climático se llevaría por delante muchas de las cosas que hacen posible la vida. Si había un mundo del futuro, se iba a parecer mucho más a Los juegos del hambre que a La Guerra de las Galaxias.
Con semejante pronóstico, nos fuimos convirtiendo en una sociedad que se parece mucho a un paciente a quien le acaban de diagnosticar una enfermedad terminal, pero en un estadio temprano: nos encontramos bien, pero estamos aterrados por lo que está por venir. Y estamos en una fase de negación; furiosos, desorientados, desvelados por la injusticia cósmica de que haya ido a tocarnos, precisamente a nosotros, este destino.
(Aunque, si observamos con atención, vemos que una parte de la sociedad ya avanza hacia una fase de aceptación, esa en la que la gente empieza a gastarse hasta el último céntimo en viajes, en experiencias y en abrazar a sus seres queridos siempre que sea posible, no sea que mañana sea peor. Paradojas de la historia, igual al final vamos a aprender a apreciar el presente.)
Habría otra solución, que es encontrar una cura. O lo que es lo mismo, volver a hacernos una promesa de futuro; una visión y un ideal que superara las barreras ideológicas y fuera compartido por toda la sociedad.
¿Cómo podría ser esa promesa?
El debate no es menor, porque para esto no nos vale con las mejoras incrementales a las que nos tiene acostumbrados últimamente la política –y que quizás son las únicas que se pueden proponer hoy desde ese ámbito–. Hasta las más valientes de esas mejoras incrementales, como las que ha propuesto el candidato demócrata a la alcaldía de Nueva York, Zohram Mamdani, que acaba de ganar por goleada las primarias de su partido prometiendo autobuses gratuitos, escuelas infantiles públicas y congelar el alquiler para el 20% de neoyorquinos que viven en pisos de renta controlada, son poco más que cuidados paliativos para esta sociedad enferma terminal. No nos dejan ver un sueño de sociedad distinta, sino una versión un poco mejorada de esta que tenemos.
Si hay una idea que lleva en su seno la posibilidad de una sociedad nueva, es la de una reducción radical del tiempo de trabajo. Una visión del mundo donde el empleo ya no sea el centro de la vida y deje espacio para otras aventuras: para aprender, para relacionarse, para emprender y para explorar. No porque no queramos “producir”, sino todo lo contrario: porque queremos generar valor y en el siglo XXI eso ya no podemos hacerlo atados todo el día a la pata de una mesa ni echando horas como arena.
La semana laboral de cuatro días, que quizás es la idea que más consenso –entre los votantes de todos los partidos– ha concitado en los últimos años, tiene una capacidad inédita para evocar inmediatamente la posibilidad de una vida nueva: de vivir entre el campo y la ciudad, de estudiar al tiempo que se trabaja, de cuidar con dedicación, de viajar, de ser, en definitiva, más cosas de las que somos.
Y es que si el mundo de hoy parece anclado al pasado es porque es verdad: vivimos igual que hace 100 años, cuando se consolidó la semana de 40 horas, en el mismo esquema mental y moral que nos llevó de la agricultura a la sociedad industrial.
En las próximas semanas se va a votar en el Congreso una reducción de la jornada laboral. No será una transformación radical ni visionaria; no dibujará un nuevo modelo de sociedad. Será una más de todas esas mejoras incrementales que parece que son lo máximo que nos puede ofrecer a día de hoy la aritmética parlamentaria y, aun así, es mucho más importante de lo que parece.
Si prospera, enviará el mensaje de que la política, la economía y todos los que tienen algo que decir en esa votación están alineados con el sentido común de esta sociedad y dejará la puerta abierta a seguir avanzando en los próximos años.
La votación está pendiente de un hilo, Yolanda Díaz no parece tener a día de hoy los apoyos. Pero la esperanza es lo último que se pierde y todavía quedan oportunidades para echar el resto: traer nuevas propuestas a la mesa de negociación, no escatimar ninguna carta. Y es que lo que está en juego no es un pequeño avance, lo que está en juego es dejar la puerta abierta hacia el futuro.