Hay amplios sectores de la juventud que no quieren menos democracia, quieren más y mejor. Y para eso hace falta abrir espacios, no cerrarlos. Una de las formas más coherentes de hacerlo sería permitir que las personas jóvenes puedan votar desde los 16 años
A menudo, cuando se habla de la juventud, se hace en términos de alarma. Que si lo quieren todo fácil, que si flojitos, que si generación de cristal. Como si se tratase de una generación sin rumbo, sin compromiso y sin memoria. Pero, ¿y si el problema no es la juventud, sino cómo la miramos?
En pleno 2025, seguimos atrapados en estereotipos desfasados que no resisten el más mínimo contraste con datos. Sobre las generaciones jóvenes, lo primero que deberíamos afirmar es que, como el resto de generaciones, no constituyen un bloque homogéneo: existe una gran diversidad de perfiles entre las juventudes de nuestro país. Ahora bien, esa diversidad no impide reconocer que sí hay una brecha clara –y persistente– marcada por la clase social y el género, que condiciona de forma significativa las oportunidades, los discursos y las vivencias de estas nuevas generaciones.
En cualquier caso, vamos a aproximarnos a los tópicos en cuanto a política: se dice que son revolucionarios sin causa, o que son apáticos sin remedio, o directamente extremistas. Sin embargo, los datos los ubican en términos globales en una ideología moderada, con una creciente brecha de género, y nos hablan de su compromiso con los grandes desafíos del presente: cambio climático, salud mental, igualdad, vivienda, empleo.
La llamada agenda joven no es una colección de caprichos generacionales, sino un termómetro social de los grandes temas pendientes de nuestro país, los debates de una época. Esa imagen incómoda que nos arroja no es más que el reflejo de las deudas sociales que tenemos con estas generaciones.
¿Y qué decir de la educación? Se dice que no se esfuerzan, que buscan atajos. Pero la mayoría aspira a estudios superiores, valora su etapa escolar con notable y compagina formación con trabajo.
Nada de generación nini, en todo caso son sisi. Sí estudian y sí trabajan. Si algo define a esta generación, es la capacidad de resistir en medio de un sistema que les exige más, pero les ofrece menos y tiene un alto coste: la imposibilidad de construir proyectos vitales autónomos.
Lo mismo ocurre en el empleo. Se les acusa de no comprometerse, cuando lo que hay es una precariedad que no eligieron. Aun así, gracias a cambios legislativos y reformas como la del 2022, los datos muestran una mejora real en la calidad del empleo juvenil. El gran cambio generacional que aportan es una nueva forma de relacionarnos con el trabajo y su rechazo a asumir la precariedad como un estado natural de las cosas, a la vez que introducen debates como la importancia de la salud mental con mucha valentía, rompiendo estigmas y tabús.
Pero quizás el mayor malentendido está en cómo interpretamos su relación con la política. Se dice que están desencantados, y es cierto que otorgan a las instituciones tradicionales –partidos, Congreso, monarquía– notas inferiores al aprobado.
¿Significa eso que han perdido la fe en la democracia? Todo lo contrario: lo que expresan no es indiferencia, sino una visión crítica y madura. No cuestionan la democracia como idea, sino determinadas estructuras y, de forma especial, cuestionan que sus demandas no estén presentes en las agendas políticas. En definitiva, que las instituciones no miren a sus necesidades.
Hay amplios sectores de la juventud que no quieren menos democracia, quieren más y mejor. Una democracia que no se limite al voto cada cuatro años, sino que escuche, incorpore y transforme. Una democracia con participación.
Y para eso hace falta abrir espacios, no cerrarlos. Una de las formas más coherentes de hacerlo sería permitir que las personas jóvenes puedan votar desde los 16 años. No es una ocurrencia. Ya sucede en otros países, tanto europeos como en otros lugares del mundo, donde se reconoce que, si a esa edad puedes trabajar, tributar o incluso ser juzgado penalmente, también deberías tener voz en las urnas. Más de 50 académicos e investigadores de nuestro país acaban de lanzar un manifiesto con el que apoyan la propuesta, con argumentos que se basan en principios constitucionales, demográficos y de justicia intergeneracional. Agradezco enormemente a sus impulsores el trabajo.
Si los jóvenes están preocupados por temas que afectan directamente a su presente y su futuro –educación, salud mental, empleo, vivienda, clima–, ¿por qué negarles el derecho a incidir políticamente sobre ellos? Ampliar el derecho al voto no es solo una reforma técnica: es un gesto de confianza democrática, un reconocimiento de ciudadanía plena, y supondría la incorporación de casi un millón de nuevos votantes.
La juventud no necesita que la salvemos, necesita que dejemos de ignorarla. Escucharla con empatía y respeto, sin prejuicios, es el primer paso para construir una sociedad más justa, más coherente, más humana. Socialmente debemos hacernos cargo de la injusticia intergeneracional, ampliando el estado social y poniendo en marcha reformas que permitan que las personas jóvenes puedan emanciparse y construir su proyecto de vida, pero también que puedan elegir a quiénes decidirán en las instituciones nuestro presente y futuro. Una sociedad donde la edad no sea una etiqueta, sino una etapa que se transita con dignidad.
Y sobre todo, una democracia que no solo hable sobre la juventud, sino que hable con ella.
“La juventud siempre empuja / la juventud siempre vence, / y la salvación de España / de su juventud depende” (Miguel Hernández).