domingo, junio 22 2025

La izquierda, la corrupción y la fábula de las abejas

Es ingenuo pensar que los dirigentes de izquierda no pueden corromperse en un mundo que es corrupto y es injusto. Pero no es ingenuo expulsar a los corruptos, elegir gobiernos que legislen por la transparencia, la lucha contra esas redes informales de poder tejidas en sótanos y cloacas

El libro ‘Breve historia de la corrupción’, de Carlo Alberto Brioschi, comienza con una cita del escritor polaco Stanisław Jerzy Lec: “Tenía la conciencia limpia. Nunca la había utilizado”. El autor de este ensayo es pesimista ante la posibilidad de que exista la “corrupción cero” que la vicepresidenta Yolanda Díaz cree característica de la izquierda a la izquierda de ese Titanic en una noche de abril que es, en este momento, el PSOE. Pero la lectura del libro y la mera contemplación de la evolución de los populismos de derecha sí ayudan a entender por qué para la izquierda contemporánea es mucho más letal la corrupción que para la derecha. Para los partidos empresa tipo Berlusconi y los movimientos populistas como el de Trump, enriquecerse es un objetivo humano prioritario y deseable y, como explica la socióloga de Princeton Kim Lane Scheppele, saltarse las reglas y aprovechar las oportunidades son solo caminos hacia el éxito personal y empresarial. Los populismos fingen combatir la supuesta corrupción común de los ciudadanos (mentir para que te den una ayuda estatal, por ejemplo) mientras amplían las posibilidades de corrupción de las clases altas, como el favoritismo en la contratación pública del que se ha beneficiado Elon Musk en EEUU y aquí en España empresas como Acciona. En la película ‘En nombre del pueblo italiano’ (1971), Vittorio Gassman interpreta a un empresario que resume: “La corrupción es el único modo de aligerar las diligencias y, por lo tanto, de incentivar las iniciativas. Podemos decir, paradójicamente, que la corrupción es progreso empresarial”.

Bernard de Mandeville sostenía en su ‘Fábula de las abejas’ (1705) que “un gobierno corrupto produce riqueza y ocasiones ventajosas para todos. El egoísmo y las pasiones que se derivan de él constituyen el impulso del bienestar, mientras que las virtudes del hombre honesto inhiben por lo general el progreso civil”. La economía, según la visión satírica del mundo de Mandeville (y la visión de muchos liberales que vinieron después) tiene necesidad de incentivos artificiales y egoístas, y la honestidad hace que la sociedad se estanque. Hay hasta un libro, escrito por Gaspard Koenig’, ‘Las discretas virtudes de la corrupción, que defiende que la corrupción es un fenómeno que de lejos, se condena y de cerca, se fomenta porque se basa en la naturaleza egoísta del individuo.

La izquierda o, para ser más exactos, los ciudadanos normales y corrientes de izquierda tienen una idea de la política basada más en logros colectivos que individuales. No es que sean unos ingenuos o no les guste vivir a cuerpo de rey pero prefieren un estado que asegure una cierta redistribución de la riqueza y ponga ciertas trabas a la acumulación de la misma a costa de los demás. Evidentemente, un ladrón puede ser de izquierda o de derecha, pero al meter el voto en la urna, las personas de izquierda apuestan por un modelo de gestión que penaliza el puro interés egoísta y el afán de enriquecerse que está detrás de cualquier acto de corrupción. Chesterton decía, poniendo de ejemplo a Bernard Shaw, que a un socialista debe importarle más la cosa pública que cualquier asunto privado. Lo decía desde la crítica, pues Chesterton era un conservador católico convencido, pero explica bastante bien el origen de la desolación de los votantes de izquierda ante los amaños y latrocinios del trío Koldo, Ábalos y Cerdán: no es socialista el que pone por delante su propio interés al interés público.

La izquierda debe aprender algo que la derecha tiene más interiorizado: la corrupción es sistémica y es humana, y el capitalismo y el liberalismo incentivan esos comportamientos egoístas basados en el intercambio de favores, lo que los romanos llamaban “engrasar las ruedas”, y el olvido de lo público en detrimento de lo privado. Es ingenuo pensar que los dirigentes de izquierda no pueden corromperse en un mundo que es corrupto y es injusto. Pero no es ingenuo expulsar a los corruptos, elegir gobiernos que legislen por la transparencia, el control de las adjudicaciones públicas, la lucha contra esas redes informales de poder tejidas en sótanos y cloacas, el feminismo que combate esos acuerdos con olor a puro y chascarrillo machista. Lo que está en juego no es la estabilidad de la legislatura ni el código ético de los dirigentes de un partido ni siquiera el futuro de las formaciones de izquierda sino la posibilidad cierta de que el poder político sirva para vivir en un país más justo y más limpio.