El estreno de la película ‘Sirat’, de Oliver Laxe, pone el foco en estas fiestas que encuentran su sentido como acto hedonista de desobediencia civil
Oliver Laxe sumerge Cannes en una rave política e hipnótica con ‘Sirat’: “Me identifico con el gesto salvaje de los raveros”
A mi primer club le siguió una primera rave. Sin ser lo mismo, durante un tiempo fueron inseparables. Para algunos de nosotros, un lugar era la excusa para ir al otro. Había quienes sí sabían irse a casa tras el primer baile. También estaban los que nunca pisaban un club antes o después de una rave. Se negaban a pagar por bailar, por motivos que tenían que ver con la propia economía, con una crítica a la fiesta como negocio o con un hedonismo sin horarios, sin reglas externas o sin vigilantes de seguridad. A otros nos fascinaba el cambio de escala: cómo la noche se hacía de día en la rave, con altavoces, zapatillas y gestos que se llenaban de polvo bailando ritmos a pulsaciones por minuto imposibles dentro de un club. No saber cuándo volveríamos a casa era parte del exceso y de nuestra distracción indisciplinada.
Tras el mejor sonido y las luces de discoteca empezaba la siguiente aventura. Seguíamos instrucciones en flyers desgastados que pasaban de mano en mano o indicaciones que viajaban de boca en boca. Salir de la autopista, avanzar por una carretera secundaria, llegar a un cruce, girar a la izquierda, seguir flechas pintadas a mano y rastrear sonidos en la distancia. Si nos perdíamos, siempre había un número al que llamar. Al llegar, empezaba un delirio que sonaba a /rabe/ y no a /reiv/. Tampoco éramos ravers, sino raveros ensayando una y otra vez un entorno pos-apocalíptico de herencia punk y estética Mad Max en bosques, descampados, puentes o fábricas abandonadas.
Nuestro no-futuro de ritmos acelerados sin letras sucedía, a la vez, en el porvenir del sonido y en las afueras de relatos de progreso y crecimiento económico de un siglo que apenas acababa de empezar. Nuestra desobediencia, al igual que tantas cosas que allí sucedían, era relativa. A la salida de la rave nos esperaban la resaca, las obligaciones de la semana y una voluntad confundida entre el deseo de no salir tanto y buscar la siguiente fiesta. Al igual que la música electrónica, también habitábamos el loop.
Mientras bailábamos sin descanso y sin mucha conciencia política, a principios de los dos mil empezaban a traducirse al castellano historias del techno y de la música de baile. Entre ellas, Estado Alterado: la historia de la cultura del éxtasis y del acid house, un libro descatalogado de Matthew Collin que leería muchos años más tarde y en inglés. Entre todo lo que cuenta en primera persona desde la escena británica, aparecen anécdotas sobre raves espontáneas y masivas que sacaron las pistas de baile y a las autoridades de las ciudades al campo. Leyes como la Criminal Justice and Public Order Act de 1994 aparecerían para criminalizar reuniones al aire libre con ritmos repetitivos, seguidas por regulaciones similares pero menos explícitas en otros países.
En Catalunya, con la excusa del civismo y de la contaminación acústica, una ordenanza de 2006 permitiría confiscar equipos de sonido y prohibir fiestas que antes se colaban en las ranuras de la ley. En 2018 Matthew Collins publicaría Rave On, con un capítulo dedicado a las Zonas Temporalmente Autónomas (TAZ) en Francia, donde se hacían tantos teknivales que hacían bailar a miles de personas durante días. Y a donde llegaron Spiral Tribe con sus sound systems nómadas para propagar en Europa lo que el Reino Unido les impedía: hacer de la rave una manera de estar en el mundo y un lugar para la imaginación política. Entre sus muchas disidencias, contradecir las lógicas sedentarias del estado nación y el silencio en la naturaleza.
Spiral Tribe son los ancestros directos de una cultura que retrocede hacia delante, insistiendo en el mito como historia. Aunque su apología del ruido resonó sobre todo en Francia, cualquier ravero con un mínimo de curiosidad sabía de su existencia. Puede que hasta el único teknival al que fui estuviese organizado por ellos. Difícil saberlo, pues la memoria de las raves es tan escurridiza como su historia. Si bien la poca historiografía de la cultura rave vuelve una y otra vez a sus momentos espectaculares y mediáticos, su entropía también estaba hecha de fiestas pequeñas donde nos conocíamos casi todos, moviéndonos por un mapa irregular de localizaciones habituales.
Si los clubes permiten extraviar el yo en los surcos del sonido, las raves eran una oportunidad para bailar con lo mínimo. Sin dinero y sin políticas de entrada, la propia dinámica acogía y rechazaba. Cuando algo fallaba, nos organizábamos para repararlo. Absortos en la música, delante de una pared de altavoces, no importaban tanto qué sonaba o quién pinchaba. Pasadas las horas, la exuberancia grupal daba paso a la apatía individual y a una presencia más corporal que otra cosa. Tras la fascinación inicial, era habitual abandonar la escena al cabo de un tiempo. En la rave no solo practicábamos formas de desobediencia civil, también ensayábamos sentimientos de distopía en nuestro entusiasmo por el presente continuo.
Aunque las raves desobedecían sus propias teorías y elogios, los postulados de Hakim Bey bailaban con nosotros. Conscientes o no, éramos un ejemplo paradigmático de las Zonas Temporalmente Autónomas. Había quienes buscábamos sentido a nuestra desorientación en el placer. Otros no necesitaban retóricas complementarias para bailar entre turnos en la fábrica. A diferencia de clubes y festivales, las raves tenían conversaciones, códigos y generosidad de clase trabajadora. Hechas sin permiso, sin un tiempo y un lugar propios, las TAZ autoorganizan la vida de otra manera: con sus propias estructuras y distanciándose de las relaciones de poder que nos son dadas. Además de lugares, son estados de ánimo hechos por quienes están en ellos.
Ajeno a las raves, el “tercer paisaje” de Gilles Clement flirtea con ellas. Por lo que el paisaje tiene de ilusión, pero sobre todo por ser lugares residuales entre espacios utilitarios, a la espera de que algo pase y sin una función concreta. Muchas raves sucedían y seguirán sucediendo en este tipo de espacios, uniendo unas malezas con otras. Pero como sucede con la maleza, cuando crece demasiado se la corta. Es por ello que era importante cuidarnos de hablar demasiado de lo que hacíamos. Respondíamos afirmativamente a una pregunta con la que empieza el documental Ex-Taz de Xanaé Bové: “¿Y si nuestra última libertad fuera la invisibilidad?”.
Eran otros tiempos. Bailábamos sin fotos, sin redes sociales, sin capital simbólico, sin sacar nada a cambio pero ganando mucho. Confieso que no sé cómo son las raves de ahora, pero a menudo extraño el espíritu de aquel momento. Tampoco sé si lo que necesitamos ahora mismo son más fiestas, pero sí mucha desobediencia civil. Como también necesitamos una lucha política que se parezca a esa manera de bailar: sin pensar tanto nosotros, en nuestra imagen y en nuestra reputación.