sábado, abril 19 2025

La vida de Manuel Rodrigo Anabitarte, «el mejor palillero de España»

Este artesano cántabro de 95 años, cuyas castañuelas subieron al escenario con Lucero Tena o Mariemma, hizo gran amistad con artistas de los años 50 y 60 y es memoria viva de la escena cultural de Santander

Es extraño. Es extraño rebuscar méritos en quien, en lugar de exhibirlos, dice que lo suyo “se acabó hace muchos años”. Es desconcertante. Desconcierta saber que, el hombre que llega junto a su mujer dando pasitos bajo una hilera de magnolios y se enreda 20 minutos en anécdotas dispersas, podría presumir de las manos que tocaron sus instrumentos.

Asombra saber que ese hombre y esta mujer que vertieron sus vidas la una en la otra hace casi ocho décadas conozcan el inconsciente de esta ciudad encerrada en sí misma. Y, sin embargo, este matrimonio, puntual a su cita en una cafetería —las seis menos cinco— desde hace 29 años, irá desenrollando el pergamino de su propia historia, que es la de Santander.

—Ya eres viejo— dice ella.

—Y tú— responde él—, ¿qué eres?

Ambos tienen 95 años. Sus pasos son lentos, pero no torpes. Sus memorias, prodigiosas y ambos complementan sus oraciones. Cuando Manuel Rodrigo Anabitarte recuerda que llegó un momento en que hacía palillos o castañuelas para tantas bailarinas, Carmen Zamanillo Pérez dice que ahora tiene muchos para hacer, pero ya no puede. Y cuando ella explica que han mantenido muchas relaciones con el mundo del arte, él dice que ellos son de los pocos supervivientes de un tiempo dorado y casi ajeno. Tan extraño, desconcertante y asombroso que, en la primera media hora de este encuentro bañado en la memoria musical, se han sucedido historias, parentescos y recuerdos sin que yo aún me haya aclarado sobre su actividad. Su respuesta tampoco ayudará.

—Usted, entonces, hacía palillos, principalmente—, digo para centrar una conversación dispersa.

—No, no—, responde, y me confunde aún más—. Principalmente, me dedicaba a trabajar en la fundición de Nueva Montaña Quijano como modelista. Lo otro era un complemento; un complemento que empezó para mí porque yo bailaba flamenco.

Manuel Rodrigo tuvo una idea. Los palillos flamencos, elaborados con granadino, ébano o palo santo, se desafinaban por las contracciones y dilataciones de la madera, un material vivo. Las bailarinas, bajo la ropa interior, se las colocaban en los pechos para evitar que la madera las ensordase, y que pensó que debía crear una tecnología capaz de evitar esos problemas.

Empezó a elaborarlas con papel y tela prensados empapado en resina epoxi, y así, lámina a lámina, lograba el grosor adecuado. “Era un trabajo tremendo”, recuerda. Pero después de recorrer con palabras sus inicios, juergas y artistas, Manuel dice que lo importante es comenzar por el principio: su padre. La pregunta, entonces, es obligada: cómo a un hombre de finales del XIX, nacido en la Plaza de Cañadío de Santander, le dio por esas artes: 

—Es que es muy largo todo…

Un arte heredado

Hay que rebobinar los genes de Manuel Rodrigo para hallar su arte. Su abuelo paterno vivía en Zamora, donde estudiaba en el seminario. Pero en los ariscos campos de aquel tiempo, la familia había escrito su destino. Él no se conformó y, después de discusiones y un hartazgo que lo consumió, se plantó en Santander. Aquí encontró acomodo como sacristán en la iglesia de Santa Lucía, recién inaugurada (1868), aunque pronto huyó de unas labores que detestaba.


Manuel Rodrigo pasea por Santander.

Aquel chaval, finalmente, se instaló en la Plaza de Cañadío, entró al Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras y formó una familia. Su vida, sin embargo, se acabó antes de lo esperado, y el padre de Manuel tuvo que rebañar las oportunidades del camino desde que se quedó huérfano a los nueve años.

En Santander lo ‘recogió’ un tornero, que le enseñó el oficio a base de castigos. Se hartó, como su padre en el seminario, y se largó a un taller de Madrid al mismo tiempo —y aquí empieza la historia— que actuaba en el Teatro Eslava sustituyendo a los actores que enfermaban. Manuel, ahora, recuerda la última estrofa de una coplilla que su padre le dedicó a Madrid:

No me digas que eres hoy

más graciosa y más salada

que cuando yo iba corriendo

a la última al Eslava.

Su padre se fue a Cuba en 1900, volvió a Santander 27 años después para crear su estirpe y reveló sus pulsiones artísticas. “Mi padre”, dice Manuel, “era muy flamenco”. Los vecinos se paraban en la escalera de su casa para escuchar cantar a una familia espoleada por un hombre que bailaba chotis en una ciudad donde nadie sabía bailar chotis y que cantaba al amanecer, como los pajarillos.

Luego, en el taller de madera que el pater familias había montado en la calle Cisneros, su hijo menor fue afinando el tacto de unos dedos que pronto perfeccionaron la técnica como tornero, ebanista, carpintero y tallista en el local. Fuera de él, el flamenco le arrebataba el corazón. Pero su inicio como artesano es más nítido aún: los palillos que elaboró para María del Carmen Luzuriaga. Ella había visto que Manuel usaba sus propios instrumentos al bailar y le pidió unos palillos de acacia, “una madera pobre pero muy musical”, con los que la santanderina bailó bajo el escrutinio de su tío, que acompañaba con el piano a Mariemmma, una de las grandes bailarinas del siglo XX.

Al terminar el número, Enrique Luzuriaga le preguntó a su sobrina por los palillos y le pidió a aquel chico de 16 o 18 años “una exclusiva”. Pero Manuel Rodrigo no podía otorgar una exclusiva de algo que no sabía si hacía bien o mal. Al menos, aquellas piezas le sirvieron como prototipo para vender los primeros pares a las amigas de la bailarina y para que la voz de que un joven cántabro se las ingeniaba para hacer instrumentos afinadísimos llegara a Madrid, “y joé”, sus palillos —el par de machos en la mano izquierda, las hembras en la izquierda— comenzaron a restañar en las compañías de Pilar López, Mariemma o Luisillo.

Manuel comenzaba el oficio.

Aquella receta innovadora a base de papel prensado y fibra de vidrio o tela prensada con resinas no estaba escrita. Pero las ocurrencias, la curiosidad, su intuición, la experimentación y su devoción por el flamenco confluyeron en unas elaboraciones que esquivaban la humedad de las maderas blandas y la difícil afinación de las duras.

Más tarde llegó su suerte: un día, en el servicio eléctrico de Nueva Montaña Quijano, la acería que sigue operando a las afueras de Santander, vio una placa para aislar cuadros eléctricos. Indagó, y supo que lo fabricaban en Valencia. Entonces se dijo que tenía que hacerse con una de ellas. Lo dice tantos años después con la sorpresa en una expresión que casi se le resbala de los labios: “Las cosas pasan de una forma…”. 

En Montaña le recibió el director de la planta, que se extrañó ante una petición que cayó en gracia, ya que su hija había aprendido a tocar la guitarra en Cádiz, donde él había trabajado. El director, entonces, le proporcionó la primera de las muchas placas de papel y fibra de vidrio que le ahorraron horas y semanas de trabajo.


La pasión por la música la heredó de su padre, que vivió casi 30 años en Cuba.

Su inquieto ingenio, sin embargo, se volvió a revolver y siguió cociendo nuevas fórmulas que no siempre resultaron, como el día en que preparó un brebaje con clorato de potasio, empleado en explosivos. Su hija le alarmó al ver la humareda del recipiente y él lo tiró por la ventana antes de que todo saltara por los aires. En otra ocasión quiso producir en cadena mediante un sistema de colada, lo que le permitiría elaborar —esos eran sus cálculos— seis palillos en media hora. Y, aunque no lo consiguió, siguió trabajando metódicamente y produciendo, en el local de debajo de casa, con la ayuda de su esposa, que los lijaba y metía al horno, seis, siete u ocho pares de trabajo los domingos.

Al rozar la hora del tren a Madrid, Carmen salía corriendo con los instrumentos para entregárselos a un encargado que los llevaba a las academias o al representante. Eso, le digo, debió de darles dinero. “En lo que ganaba un domingo haciendo palillos”, dice, “ganaba más que todo el mes en la fábrica”. Un par de palillos artesanos con la técnica y materiales que él empleaba, dice su esposa, pueden alcanzar ahora los 6.000 euros. Él se concede un irónico disparate entre carcajadas: “A lo mejor me empacho y me da por hacer palillos”.

El resultado de su decantación artística ha sido cientos de palillos, quizás miles, vendidos en España, Sudáfrica, Siria, Japón, países de América Latina o Italia a lo largo de medio siglo

Porque los palillos le permitieron hinchar la hacienda, y si en algún momento tuvo la tentación de dejar la fábrica y volcarse en el otro oficio, pronto la desechó: “Había cosas bailando por ahí”. Las dudas, las hijas en edad de estudio, una probable mudanza a Madrid que habría multiplicado sus ingresos y su reputación pero no su paz. El resultado de su decantación artística ha sido cientos de palillos, quizás miles, vendidos en España, Sudáfrica, Siria, Japón, países de América Latina o Italia a lo largo de medio siglo. Las de tela prensada son más flamencas y las de papel, más musicales, aunque su técnica común (un agujero en la parte superior y en el lugar preciso: ni un milímetro arriba ni abajo), regresaba a la sencillez cuando las atravesaba con un cordón de cortina. 


Unos palillos elaborados por Manuel Rodrigo.

Las castañuelas, que llegaron a España de mano de los fenicios hace casi 3.000 años, se conocen como palillos en Andalucía, aunque Manuel aclara la diferencia entre las castañuelas o tarrañuelas, que no tienen afinación, y los palillos, que sí la llevan. Él tuvo que aprender a elaborar los palillos en diferentes escalas musicales, rebanando madera, lijando y ahuecando la parte cóncava de las piezas para amoldarlas al tono de cada profesional.

Pero antes que las castañuelas, Manuel se familiarizó con los crótalos, que su padre hacía de marfil y maderas tropicales y siempre estuvieron vinculados a la música popular. Algo cambió a partir del siglo XVII, cuando comenzaron aparecer castañuelas en composiciones de música clásica. Las piezas musicales específicas, entonces, se erigieron como un instrumento por sí mismo, como el pasaje que Wagner compuso para Tannhauser. En España, Albéniz hizo sus Suite para castañuelas y orquesta, Manuel de Falla las introdujo en la ópera La vida breve y Joaquín Rodrigo compuso Dos Danzas Españolas para Lucero Tena, la bailarina mexicana cuyo maestro Domingo José Samperio era un cántabro que había migrado a México tras la Guerra Civil.

A Lucero Tena, de hecho, Manuel le hizo doce pares de palillos en 1966 para acompañar piezas clásicas. Él aún guarda con cariño la fotografía de ella con una dedicatoria de aquel año: “Con sincero afecto para Manuel”. El folclore cántabro también emplea castañuelas en sus jotas, en la danza de los picayos, en las lanzas de Ruiloba o en el Pericote y el trepeleté; también en El Romance del Conde de Lara, donde 26 hombres tocan las castañuelas y diez mujeres, la pandereta. “Hay en esta estampa”, escribe José Luis Ocejo en Perspectiva de la música en Cantabria, “gracia, señorío, movimientos ágiles, recato y encanto”. 


Dedicatoria de la bailarina Lucero Tena.

Manuel y su esposa muestran recuerdos, más anécdotas y palillos de tela y papel que él golpea, cloc, cloc, con alegría. Enseñan fotografías de cuando eran jóvenes. Muestran recuerdos de otro tiempo y dedicatorias de bailarinas, como la que le dispensó Victoria Eugenia, Betty: “Para Manuel Rodrigo, el mejor palillero de España, con mi admiración”.

Pilar López le encargó unos palillos que él ajustó a una complicada coreografía de su compañía (“unas filigranas”, dice) mientras que su oído afinó un cuerpo entero de baile de la compañía de Luisillo que, por fin, discernió aquel “revoltijo de sonidos de mil demonios” haciendo los palillos de los hombres en una clave y los de las mujeres en otra. En su trayectoria, además, se permitió rechazar la petición de Antonio El Bailarín, quien le pidió unos instrumentos. Pero Manuel, que le había visto lanzar al público unos palillos que le había regalado, se negó. Si los quería, le dijo, tenía que pagárselos, y le cobraba el doble de lo que solía pedir.

Todo eso, a estas alturas, le pellizca el ánimo: los zapateos en colmaos casi clandestinos de Madrid, las visitas a academias de Madrid como La Quica, las noches gloriosas en el Drink Club de Santander, el arte de Carmen Amaya, casada con un cántabro y cuyo suegro, José Agüero, organizaba tertulias en el Paseo Pereda, la estampa de Camarón en la guitarrería madrileña de los hermanos Conde, los ojos “preciosos” de Marisol, los bailes con la sociedad cultural Los amigos del arte, las serenatas que daba de madrugada a las novias de amigos y que esta suave tarde primaveral entona en voz baja: 

Mujer, abre tu ventana

para que escuches mi voz

que está cantando el que te ama

con el permiso de Dios.

Memoria viva de Santander

Cuando llevaba un bigotillo ralo y unas cejas pobladas, Manuel bailó para la nieta del presidente de Ecuador en el Drink Club, el templo del jazz que los hermanos Calderón abrieron en 1959 en el Río de la Pila de Santander. Un bailarín enfermó y se tuvo que subir al escenario que él mismo había hecho de madera cubierta por una plancha de zinc. Ha cantado boleros, de mesa en mesa, en restaurantes. Ha hecho féretros tallados para una funeraria. Ha acompañado (y ayudado) al pintor Fernando Calderón, íntimo amigo, en algún cuadro. Se aficionó a la fotografía. Después de escuchar cantar a Raphael en la escuela de Manuel Gordillo, en Madrid, movió hilos para traerlo al Teatro Pereda en 1962, donde le maquilló sin saber maquillar. Elaboró una dulzaina de acacia. Un diseño de farolas suyo llenó media España y una productora, Cifesa, le ofreció un contrato para ir a Madrid después de escucharle cantar a él y a sus hermanos. Y eso, en los años de la posguerra, sonaba a broma. Y así se lo tomó su padre.

Lo que ha ocurrido en las siguientes décadas es ya savia cultural de la ciudad. Él lo recuerda con precisión quirúrgica, y si en algún momento le patina algún nombre, rápidamente regresa a un sendero impropio de alguien que va camino del siglo de vida. Hay quienes le dicen que escriba su autobiografía para compartir el patrimonio que Santander llegó albergar, pero él dice que se olvidaría de muchísima gente: “Son 95 años y son muchos para acordarse de todo”.

Aunque escuchando a un hombre que se escurría a clases de dibujo artístico tras las sesiones de dibujo industrial y cuyos recuerdos resultan tan insospechados (¿existió esa ciudad alguna vez?), es difícil detectar lagunas en la memoria de quien sube y baja por las décadas al tiempo que nombra plazas, calles, rampas, escaleras, callejones y parques. En esa letanía de locales (Bar Burgalés, Centro Andaluz, Bodega Jerezana), la academia de Maribel Armengou o de guitarristas como Ramón Fernández o Alejandro Martín, disuelve ahora sus recuerdos y una nostalgia que, a ratos, mantiene bajo llave.

—¿Por qué?

—Porque ha sido mi vida.

En esta pócima abrevó este hombre que empezó a trabajar a los nueve años, que enseñó a leer a su mujer y que ensanchó su horizonte en sus frecuentes estancias en Madrid. La capital avivó sus pasiones y conocimiento, especialmente de flamenco, aunque en su último viaje, hace ya más de veinte años, muchas de sus referencias, como los tablaos en los que “remataba” la noche, ya no existían.

Dice saber todo el flamenco: “Los palos, las derivaciones. Todo”. Hay veces que hace algún paso en casa, aunque ya no zapatea con la misma furia, cuando el sobrino del guitarrista Ramón Fernández, vecino de abajo, escuchaba aquel concierto en morse. Tampoco le entran ya los pies en las botas con puntera de clavos que le regaló un chico puertorriqueño que murió en la Guerra de Vietnam. 

Pero es todo tan largo que una semana después nos volvemos a ver, a las seis menos cinco, en el lugar exacto:

—Tú pregunta lo que quieras— dirá dos o tres o cuatro veces a lo largo del encuentro.

Basta con insinuar unos puntos suspensivos para que él llene un silencio al que se le van cayendo las escamas. Así se van sucediendo confidencias, historias públicas e intrahistorias íntimas. Pocos saben que hay una porción de él en las estatuas que custodian la Caja de Ahorros de la Plaza Porticada, pues Agustín de la Herrán Matorras las esculpió a partir de unos bocetos que Fernando Calderón realizó después de escudriñar y fotografiar las posturas de una bailarina que Manuel llevó al Drink Club. Su apellido también está inscrito en la historia del Muelle de la Naos, que José María de Pereda describió en sus Escenas Montañesas como “el basurero del muelle nuevo y el cementerio de sus despojos”. Su bisabuelo regentaba la Velería de Anabitarte, que proveía velas para goletas en la Calle Azogues, cuando el mar entraba a los pies del Banco de España. 

Han pasado más de treinta años desde que el diario Alerta le dedicara un artículo en el que Manuel Rodrigo decía que en casa no tenía palillos. Y Manuel vuelve a admitir que no tiene ninguno y que los guardan sus hijas: “Son cosas que te hacen recrear otras que te rompen el alma”. Hay otras confesiones que requieren tiempo. Pero al fin, después de cincuenta años de palillos y bailes, este artesano que llenó academias y tablaos con sus propias creaciones, dice que él solo quería cantar flamenco.