sábado, abril 19 2025

Claves para una unidad realista de la izquierda

Si los partidos que conforman Sumar quieren facilitar de verdad la unidad, harían bien en dedicar menos energías a demandarla y más a ser protagonistas de la conversación pública

En un escenario ideal, las diversas izquierdas de nuestro país se sentarían a compartir un diagnóstico común sobre lo que está ocurriendo a escala global, y reflexionarían juntas sobre cómo estos cambios amenazan los derechos y conquistas sociales arrancados al poder en las últimas décadas. ¿Es posible que en España se replique alguna de las políticas impulsadas por Milei, Trump u otros líderes reaccionarios? Todo indica que sí. Por eso, la conclusión de un ejercicio colectivo de este tipo sería ineludible: es necesario sumar fuerzas. A partir de ahí, tocaría pensar en las múltiples y diversas formas en que ese objetivo podría materializarse, evaluando con realismo tanto sus potencialidades como sus límites.

En principio, esto es lo que dicta el sentido común. Es también lo que sugeriría la visión republicana de la política, en la cual lo importante es la deliberación, la libre confrontación de ideas y la obtención de una síntesis identificada con el interés común. Pero estas visiones son idealizaciones que están muy lejos de la práctica real. Entre aquella bella idea y lo que realmente vemos median instituciones y culturas que introducen incentivos para que los actores se comporten de otra manera. 

Lo expongo de otro modo: ¿alguien sigue creyendo que el Congreso es un lugar donde se delibera entre diferentes y, en función del recorrido del debate, se vota favorablemente al argumento más poderoso? ¿O es, por el contrario, un lugar de negociación entre fuerzas políticas que de antemano conocen su capacidad para imponer sus posiciones, independientemente de la fortaleza de los argumentos? ¿Qué pesa más, la deliberación o la negociación?

Esta tensión –entre el mito de la deliberación y la realidad de la negociación– desconcierta al ciudadano medio y genera ansiedad en los dirigentes políticos. Por otro lado, los de izquierdas tenemos cierta tendencia al idealismo, y creemos tan firmemente en la fuerza de nuestros argumentos que a veces despreciamos la posibilidad de que no sean siquiera tenidos en cuenta. Cuántas veces habré sido yo mismo presa de esa ingenuidad, siempre despertando en el momento en que mis interlocutores respondían a mi larga exposición de argumentos con un “todo eso está muy bien, pero tú, ¿cuántas tropas tienes?”. El peso de los argumentos no viene dado por la belleza de la exposición o la consistencia de las proposiciones formuladas sino, más bien, por la cantidad de fuerza que los respalda, es decir, su capacidad efectiva para que una idea se lleve a cabo.

No nos engañemos: si las izquierdas hubieran querido hacer lo que apunto en el primer párrafo sobre la unidad, esta ya se habría puesto en marcha. Algo está impidiendo que pase, y solo hay dos opciones –y no necesariamente contradictorias–. En el mejor de los casos, los partidos están esperando a que se acerquen las elecciones, momento en el cual estudiarán la fuerza de cada una de las partes y negociarán cuál es el precio que pagar por la unidad electoral. En el peor de los casos, algunos de los partidos aparentemente ya han decidido que quieren luchar por la hegemonía de la izquierda a riesgo de sacrificar el país por el camino (no obstante, esto también podría ser una vía para ponerse en valor de cara a una hipotética negociación).

En los últimos días, los principales dirigentes del nuevo partido Sumar han pedido públicamente, de una forma u otra, unidad electoral para las próximas elecciones. A ellos les precedió Antonio Maíllo, coordinador de IU, quien lleva meses visitando medios de comunicación para hacer el mismo llamamiento. Todos están predicando en el desierto. Porque, en realidad, por más importante y necesaria que sea la unidad –y lo es–, su realización no dependerá de la solidez de los argumentos –la dimensión deliberativa– sino de su fuerza efectiva –la dimensión negociadora–. 

La clave de la potencial unidad electoral está en el mientras tanto. Lo que todos los partidos están haciendo –o deberían estar haciendo– es maximizar su valor o fuerza de cara a una posible futura negociación. Porque cuando llegue el momento oportuno, la variable más relevante será, de nuevo, la respuesta a “tú, ¿cuántas tropas tienes?”. Y en este contexto esas tropas no serán ni el número de militantes, ni el número de ministros, ni las veces que pediste unidad, ni la coherencia con las decisiones pasadas ni nada similar, sino, sencillamente, el porcentaje de voto estimado en las encuestas.

Esto nos remite claramente al espacio público, y devuelve la metáfora bélica al campo semi-civilizado de la política mediática. Para acumular fuerzas necesitas ganarte el favor del pueblo, esto es, ser capaz de existir en el imaginario público y de ser protagonista de las discusiones políticas cotidianas. Los ciudadanos deben ser capaces de reconocer a los líderes y decir con orgullo: “esa persona me representa”. Para eso es imprescindible que tales líderes sean parte de la conversación y, si es posible, en una clave que les permita una identificación personal: un político hablando de otro político no genera identificación ni entusiasmo de ningún tipo. El líder político que logra conectar con su base es aquel que encarna, de alguna manera, el conflicto que preocupa y moviliza a los potenciales votantes. Al líder político lo conoce el pueblo, y se habla de él; muchas personas lo critican, incluso duramente, pero los suyos lo defienden y lo votan.

En la serie francesa Baron Noir, el protagonista Rickwaert es un dirigente socialista que, llegado el momento, se da cuenta de que el simple hecho de ser ministro y gestionar bien no va a ser suficiente para crecer políticamente y ganar. Por eso el socialista acomete una transformación importante: convertirse en lo que llama un ministro de combate. Sin dejar de ser ministro, pero abandonando la comodidad de la grisácea gestión cotidiana, se transformará en un dirigente provocador –para ganar el foco– y directo y honesto –para ganarse a su base–. Gracias a eso, se hará imprescindible en política y crecerá su fuerza –su capacidad de negociación–.

En nuestra sociedad, y tal y como se articula actualmente la relación entre política y ciudadanía –a través de los medios–, la clave del fortalecimiento de la izquierda la tienen precisamente los ministros y las ministras de Sumar. Si se activan políticamente –si se convierten en ministros de combate–, convirtiéndose en dirigentes imprescindibles, facilitarán la unidad de las izquierdas que tanto necesitamos. Pero para que el espacio político de Sumar pueda intervenir políticamente no es necesaria organicidad sino liderazgo, tanto estratégico como encarnado por personas que, con sus acciones, representen simbólica y formalmente lo que la gente quiere. Hay ministros de Sumar a los que no los conoce ni el 85% de la población tras año y medio de legislatura, y eso es un obstáculo brutal. Diré algo obvio, aunque duro: con esos niveles es políticamente irrelevante que se tenga o no un ministerio, por muy buena que sea técnicamente la gestión.

Si el espacio político de Sumar no reacciona en esta clave, en los meses previos a las elecciones generales asistiremos a una correlación de debilidades entre dos excompañeras, Yolanda Díaz e Irene Montero, y a un mercadillo de alianzas que, aunque termine con algunas pocas caras relativamente felices, acabará en un completo desastre para el país y una estupenda noticia para los reaccionarios. Así que, si los partidos que conforman Sumar quieren facilitar de verdad la unidad, harían bien en dedicar menos energías a demandarla y más a ser protagonistas de la conversación pública. Con la base social conectando con esos activados liderazgos, la correlación de fuerzas facilitará la unidad y la España progresista tendrá una oportunidad.