Millie Bobby Brown y Chris Pratt encabezan un producto abominable que presume de haber costado 320 millones de dólares y ejerce de símbolo definitorio para el declive del streaming
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Lo que hace Simon Stålenhag no son exactamente cómics, sino libros ilustrados. A este artista sueco le interesa particularmente el retrofuturismo y sus publicaciones están llenas de lugares reconocibles donde la vastedad del paisaje contrasta con los restos de tecnología de ciencia ficción aparentemente olvidada. La obra de Stålenhag es muy evocadora y favorece que, al adaptarla, se puedan “rellenar” sus escenarios con narraciones inventadas. Es lo que hizo Amazon al adaptar Historias del bucle como una serie de capítulos autoconclusivos en 2020 y lo que hace ahora Estado eléctrico, con la particularidad de que aquí se propone que esa tecnología vintage fue creada… por Walt Disney.
Según su argumento, los animatronics desarrollados en los años 50 por la Casa del Ratón adquirieron conciencia y llevaron al mundo a una guerra cuyos despojos contextualizan las imágenes de Stålenhag. Y es una ocurrencia interesante, pues mueve a repensar un momento de inflexión para la cultura popular del que transcurre justo medio siglo. El primero de los Audio-Animatronics de Disney fue el calamar gigante del film 20.000 leguas de viaje submarino, si bien su auténtica fama llegaría al poblar las atracciones de Disneyland, fundado en el verano de 1955 en California. Los Audio-Animatronics empezaron siendo los animales salvajes de la atracción Jungle Cruise, para poco a poco ir ganando complejidad gracias a los avances en robótica de Walt Disney Imagineering.
Esta confluencia de animatronics y parques de atracciones tiene otra vía no tan estudiada y que además pone rostro a una decisión determinante que tomó Walt Disney entonces: la de que sus producciones dieran el salto a la televisión. El nacimiento de Disneyland y sus animatronics es inseparable de la emisión en ABC de El mágico mundo de Disney, dedicado inicialmente a vender las bondades del parque —con tours guiados por Walt en persona— y más tarde a cobijar largometrajes. Un precedente de lo que sería con los años Disney Channel, y luego Disney+.
Así que, ahí es nada, el retrofuturismo de Estado eléctrico parte de un episodio fundacional de Hollywood, donde se difuminaron por vez primera la línea entre cine y televisión. Algo encantador, pues la película, a su vez, se puede entender como una maltrecha cumbre para ese camino. Una imagen aglutinante de los extremos tan distópicos a los que ha llevado la ambición del streaming.
El estado de las cosas
Sin alejarnos de Disney, una película reciente a la que remite Estado eléctrico es The Creator, distribuida por la Casa del Ratón bajo la marca adquirida de 20th Century Studios. The Creator también abordaba una posguerra entre humanos y robots, con un escueto presupuesto de 80 millones que sorprendieron por lo bien invertidos que estaban. Frente a ella, con un argumento similar, Estado eléctrico ha costado, según las estimaciones de los medios de EEUU, 320 millones de dólares. Aunque sus efectos digitales sean solventes, es una cifra demasiado chalada como para no preguntarse qué está pasando en Hollywood.
Siendo Estado eléctrico una película de Netflix que no va a pasar por cines, suscribe plenamente una tendencia del blockbuster contemporáneo. Esta impele a presupuestos enormes que las imágenes no justifican: espectáculos contrahechos donde el dinero parece haberse dedicado a cualquier otro departamento —publicidad, cachés de actores, protocolos COVID— que no sea el del sentido de la maravilla. Artefactos temblorosos con dificultades para resultar rentables, de los que tuvimos toda una fiesta en 2024. The Marvels, Indiana Jones 5, The Flash… mayúsculos fracasos en taquilla para Disney, Warner y otras majors, que abanderaban toda esta inflación.
Lo más llamativo de estas películas tan grandes y flácidas es, insistimos, que no lucen bien. No hay ni rastro de ese dinero. En su lugar sí renquea una afloración de CGI cutre y cromas tan letal como los habituales reshoots que embarullan la trama y cualquier opción de vislumbrar una puesta en escena nítida. A cada tanto nos seguimos topando con films de este estilo: Wicked o Gladiator II son dos gloriosos exponentes, pese a haber tenido buenos resultados de crítica y taquilla. Un empobrecimiento que por fuerza ha de ser más lacerante si es de Netflix de quien hablamos.
La generosidad de la plataforma con los presupuestos es casi tan antigua como su decisión de empezar a producir contenido original. Entre 2015 y 2017 ya nos sorprendíamos de que una comedia de Adam Sandler (The Ridiculous 6) y una mezcla de thriller policíaco y fantasía medieval (Bright) costaran 60 y 90 millones respectivamente, cuando lo más concreto que veíamos era un prolijo estándar fotográfico. Netflix se preocupó muy pronto de que todos sus contenidos parecieran Netflix, y también se apresuró a hacer gala de los holgados presupuestos que necesitaba para ello.
Mientras Warner o Disney intentan disimular las salvajes cantidades de dinero que se gastan, Netflix presume de ellas. No es tan contraintuitivo como parece, pues la ventaja de ser líder de streaming es que funciona con régimen autófago: esto es, como sus suscriptores sintonizan Netflix para ver qué ponen en Netflix —como Netflix es la televisión de toda la vida, vaya—, el consumo está mediado por lo que la plataforma quiere promocionar, según el anuncio de un nuevo título carísimo incrustado en la interfaz. Es raro, por todo ello, que las películas promocionadas como las más caras de Netflix no arrasen luego en audiencia… según los datos que facilita la propia Netflix.
‘El agente invisible’ fue la anterior película de los Russo con Netflix
El modelo funciona siempre que hablemos de contenidos de vocación claramente popular: las cuentas pueden no salir si inviertes 200 millones en El irlandés con la idea de que los Oscar legitimen el rol de Netflix como major de Hollywood mientras los suscriptores están a otras cosas. Es el motivo de que en los últimos tiempos Netflix persiga nominaciones de la Academia con mucho menos ímpetu, y también de que en 2022 anunciaran que dejarían de darle carta blanca a los autores. No quiere seguir despilfarrando sin garantías, y garantías es justo lo que ofrecen Joe y Anthony Russo. Ellos dirigieron una de las películas más taquilleras de la historia, a fin de cuentas.
La marca de los Russo
Los firmantes de Vengadores: Endgame dirigen Estado eléctrico, una película que se comprometieron a producir hace más de un lustro con su sello AGBO. Esta productora se ha convertido en un activo relevante de Netflix a la hora de intentar resolver una de sus grandes carencias: por mucho que sus blockbusters de acción tengan una excelente audiencia, no logran ser lo bastante memorables como para alumbrar franquicias. Alerta roja —una comedia de acción con The Rock, Ryan Reynolds y Gal Gadot que también costó una millonada— sigue siendo la película más vista de la historia de Netflix, pero no ha habido confianza suficiente para darle una secuela.
AGBO ha estado por su parte detrás del éxito de Tyler Rake en Netflix, que sí ha tenido secuela y mantiene la pretensión de impulsar su propio “universo cinematográfico”. Como productores de estas películas encabezadas por Chris Hemsworth, los Russo no buscan otra cosa, en una actitud que asociamos a su estancia en Marvel y a la razón por la que el ecosistema streaming confía tanto en ellos. Esta actitud se caracteriza por un cinismo tranquilo, que entrados los nuevos años 20 asumía haber dirigido el último gran blockbuster convencional. No volvería a haber nada como Endgame, con sus 2.799 millones de dólares recaudados. La pandemia y el streaming se encargarían de eso.
Por eso, desde entonces, los Russo se han limitado a dirigir para plataformas. Tras hacer Cherry para Apple, AGBO se asoció con Netflix y Amazon, y cada nuevo lanzamiento vino acompañado de declaraciones de los hermanos donde se mostraban muy cómodos con la marcha de las cosas. Promocionando en 2022 El agente invisible con Netflix —200 millones de dólares de presupuesto, gran audiencia, críticas terroríficas—, los Russo aseguraron que ir al cine “es elitista y caro”, y que “el valor del streaming radica en que la gente pueda compartir cuentas, y consiga 40 historias por el precio de una”. Meses después, Netflix empezaría a restringir las cuentas compartidas.
Salto a abril de 2023, cuando los Russo se complacen de haber producido para Amazon la serie más cara de la historia: Citadel, con un presupuesto de 300 millones y la promesa de varios spin-offs a lo largo del mundo. Joe abordó con la serenidad acostumbrada el uso de la IA, fantaseando con que pronto alguien pudiera generar películas protagonizadas por él mismo y “un avatar fotorrealista de Marilyn Monroe, en una comedia romántica tras un día duro”. Estas lindezas confirman el estatus de los Russo como los grandes trileros del presente hollywoodiense, haciendo malabares como nadie con promesas rocambolescas y aprovechándose de un escenario abonado a la especulación.
Detalle del póster de ‘Estado eléctrico’
Con estos precedentes, Estado eléctrico solo sorprende en la medida que exacerba todos los problemas aparejados a la típica producción streaming del delirio elefantiásico. Sus dos horas son un completo suplicio por la planicie formal —estándar Netflix, ahora más gris que de costumbre—, la pereza de la narración —toda la inventiva se reduce al origen de los animatronics, es decir, a los primeros cinco minutos— y el sobadísimo diseño de producción, sin una sola aportación a la imaginería de Stålenhag más allá de la regurgitación de los modelos originales, presa de una momificación que hace que parezcan mucho más inertes que cuando solo eran dibujos inmóviles.
Quizá lo más insoportable sea cómo la película se entrega al presunto estrellato de sus intérpretes principales. El carisma mediático de Millie Bobby Brown y Chris Pratt nunca ha dejado de ser un calculado artificio —la primera como gran estrella de Netflix entre Stranger Things y Enola Holmes, el segundo como un Harrison Ford de mercadillo generado por la misma IA con la que debía de fantasear Joe Russo—, y está bien en ese sentido que Estado eléctrico lo evidencie a las bravas, sin hacer prisioneros. Sus diálogos son soporíferos; su comicidad, inexistente, y hacen tan dolorosa la experiencia como para que, aun habiendo asimilado pronto que esta película no es más que un zombie, sorprenda lo agresivo que es.
Y seguramente todo dé igual. Sea cierto o no que Netflix se ha dejado ese pastizal en Estado eléctrico, hay amplias probabilidades de que lo rentabilice con cifras de audiencia a la medida de sus estándares exclusivos, engrasando la maquinaria de virtualidades y huidas hacia adelante que sustenta toda la burbuja del streaming. El juicio de la crítica y la audiencia quedará sepultado una vez más bajo la era del contenido a granel y los Russo volverán a sentirse muy satisfechos de sí mismos… o quizá no. Hace unos meses supimos que Joe y Anthony habían vuelto a Marvel. Ellos van a ser quienes dirijan las dos próximas películas de Vengadores, programadas para 2026 y 2027.
Con lo que igual el modelo no les resulta tan satisfactorio como parece, y todo puede ser aún más deprimente una vez los Russo retomen las riendas de ese blockbuster destinado a salas que creían haber enterrado. Podrán comprobar, entonces, cómo el cine tradicional de Hollywood ha quedado intoxicado por todas estas dinámicas, y volverán a verse rodeados de animatronics.