No salimos mejores como sociedad pero algunos, sí. Y son quienes pueden rescatarnos de la pandemia de la infamia: aceptar que nos cambien pan por balas o la anulación despiadada de los vulnerables para enriquecer a los poderosos que han sorbido el cerebro de millones de personas en un daño superior a cualquier virus
Se dijo con profusión que de la pandemia saldríamos mejor, y parece haber sido al revés. No se contó con la falta de lógica de grandes sectores de la sociedad, profundamente inmaduros, que no aceptaron la existencia de una enfermedad contagiosa de extensión mundial y mucho menos las restricciones que trajo consigo, al haberse paralizado por precaución la actividad económica por primera vez en la historia. En todas partes, conviene resaltarlo. No cabía en sus cabezas que volviera a ocurrir lo que tantas veces sucedió en el pasado, diezmando a la población; que no estuviera todo previsto. En su escaso y torcido criterio, Covid era fruto de algún complot, de peregrinas teorías que obviaban cómo ahora los virus viajan por todo el mundo y lo hacen con mucha más frecuencia en avión que en patera, extendiéndolo rápida y masivamente.
Las medidas de prevención de los contagios les parecían innecesarias… por incómodas. Cuántas veces se ha dicho en estos cinco años desde que se desató el virus que la gente se cansó de pandemia, de estar recluida o mermadas sus “libertades”; las de hacer daño a los demás, en concreto. No les venía bien estar enfermos y les importaba un carajo -en la moda de hoy- que murieran o enfermaran otros. Así que, contra toda lógica pero total conexión con la estupidez y el egoísmo reinante, los vencedores del Covid se situaron en el nivel de Trump -presidente del país con más muertes certificadas por la pandemia- o Ayuso -la presidenta de la comunidad con mayor aumento de la mortalidad en Europa-. Y eso es así, avalado por datos fidedignos de organismos internacionales, tan ciertos como la incapacidad de los seguidores de estos dirigentes de abrir una espita en sus cerebros para que entre algo de luz y vean la verdad. Se niegan en redondo.
No recordaba que un mes después de declarado el estado de alarma en España ya habláramos de esto, de lo que iba a ocurrir. Era solo el 14 de abril de 2020 cuando lo publiqué a la vista de lo que se iba ya dibujando: “Y después ¿fascismo o Estado social?”. Tras el coronavirus se abren tres escenarios: un capitalismo de corte autoritario, volver a lo mismo, o un Estado social más justo donde la sociedad tome el control. Pues ya ven. Porque son muchos los que relacionan el auge de los fascismos con el impacto de la pandemia. Enorme en lo emocional, como se comprueba a través del tiempo, y económico aunque se arbitraron medidas para paliar esos efectos. Menos mal que en España, incluso con las zancadillas de la derecha, pudo actuar el gobierno de coalición progresista PSOE/Unidas Podemos. Imaginen lo que hubiera sido todo aquello en manos del PP/Vox. Rigurosamente en serio, hasta en vidas.
¿Cómo es posible que ciudadanos responsables no recuerden quién hizo lo necesario y quién no y encima les manipuló? Es terrible pensar en los que, además, se lucraron a costa de la salud de la ciudadanía, con las dichosas mascarillas. Porque no olvidemos que la pandemia se extendió y causó en el mundo en torno a 800 millones de contagios en los cálculos más conservadores y 15 millones de muertos por Covid, directamente, o enfermedades derivadas o desatendidas, que de eso hubo mucho. Y recordemos sobre todo que las carencias de medios para afrontar la enfermedad tenían una explicación evidente: desde el Consenso de Washington en 1989, con la hoja de ruta del neoliberalismo más duro, la salud se convirtió en un negocio prioritario, lo que dio lugar a numerosas privatizaciones en quienes sí disponían, como España, de un sistema público de calidad. No se ha solucionado, al contrario. Saquen conclusiones. También para el futuro.
No se entienden las prioridades que acepta esta sociedad. Cambiar salud por terrazas y cerveza -salud por “economía”, decían-, como se hizo en Madrid es demencial. Y lo sucedido en las residencias de ancianos, una brutalidad de dimensiones cósmicas. Si cupiera como disculpa que no había medios para todos y prescindieron de los ancianos -cuesta escribirlo- ¿por qué se gastaron en Madrid 170 millones de euros para un hospital inútil como el Zendal que no sirvió para nada y triplicando el presupuesto firmado? Es una pregunta retórica, claro. Los cómplices de esta derecha desalmada que perpetró en Madrid el Protocolo de la Vergüenza tratan de boicotear el documental de Juanjo Castro #7291 que ofrecerá este jueves TVE en La 2 y el Canal 24 horas. Fue la única comunidad que aplicó algo tan despiadado. Como ya comenté, el trabajo de Castro es sobrio y muy completo, habla por sí solo, no se recrea en absoluto en detalles que son en sí mismos muy emotivos. Es un documental clásico, no un docudrama. Espero que pese al boicot de medios de la órbita de Ayuso, congregue una gran audiencia y, por lo menos, la sociedad que no mantiene tapiados los conductos de entrada del raciocinio tenga más información. Porque esto no puede volver a pasar. El problema es ese: avalar conductas de este cariz es autorizar a que las repitan.
El documental cierra con una frase lapidaria del Secretario general de LARES (Asociación madrileña de Residencias y Servicios) Juan José García Ferrer: “Hay una crisis de valores instalada en la sociedad. Yo me siento con mis hijos y ven normal que se atienda antes a una persona de 25 años que a otra de 78”. Ese edadismo en boga en donde la vida humana es otro producto de mercado.
No era esto, no. La pandemia demostró a millones de personas quiénes eran los profesionales más necesarios: los de todas las ramas de la medicina, los especialistas en cuidados y protección ciudadana, en servicios elementales. Algunas de las profesiones menos valoradas y peor pagadas pasaron a ser imprescindibles. De repente descubrían muchos que los héroes son los sanitarios, quienes producen y sirven alimentos, los transportistas, empleados de supermercado, personal de limpieza y toda esa lista de los habitualmente ignorados. Y en absoluto los políticos que solo piensan en su beneficio, los especialistas en predecir el pasado o los bufones de medio pelo al servicio del sol que más caliente para hoy y su inmediato futuro.
Se constató que era el Estado el que se ocupaba fundamentalmente de dotarnos de los servicios esenciales para mantenernos en salud. Es el Estado quien atiende a los ciudadanos. Es la Sanidad Pública la que afronta las pandemias y lo que venga. Y las políticas neoliberales la dañaron, la recortaron, la privatizaron, convirtiendo nuestra salud en un negocio. Conviene insistir porque mucha gente no quiere enterarse. Hay que blindar todos los servicios públicos que hacen de los países una comunidad de personas y no empresas jerarquizadas en busca de beneficios. Y justo la tendencia es la contraria. Al punto de estar sonando ahora mismo el ruido de la guerra, estruendoso en verdad. Y, con él, la idea de mermar lo que ellos llaman “gasto” social, para pagar armamento. Y contagiados de ultraderecha, deportar a los migrantes incluso a guetos de terceros países. Lo ha propuesto Von der Leyen en la UE, hoy mismo. Y se ha aprobado. Ya está.
El giro ha sido drástico:de lo lógico a lo completamente absurdo. No debería durar mucho tiempo. En lógica. Otras muchas personas sí la tienen. Me sigo quedando con la seguridad de que todos aquellos que nos salvaron y mantuvieron los primeros meses de la pandemia -a costa a menudo de su salud- siguen formando parte de la sociedad y siempre podremos contar con ellos. Hubo víctimas, mortales y en su salud emocional por el sobreesfuerzo al que se vieron obligados, por cuanto les faltó para atender a las víctimas. Pero esos trabajos vocacionales siguen contando con elementos portentosos. Y qué mal los terminaron tratando. Acallaron los aplausos diarios de la ciudadanía al personal sanitario, con cacerolas para tumbar al Gobierno: años llevan en lo mismo. Hubo un periódico, La Razón, que incluso les facilitó una herramienta con sonido de golpes aporreando un metal, en distintos tonos, para que ni siquiera les causara molestias.
No dejar de aprender nunca. Me quedo con lo dicho, en este medio entonces, por el periodista británico Jonathan Freedland: “La pandemia se ha llevado demasiadas vidas, pero también nos recuerda para qué sirve la vida”. Cada día, ante toda adversidad de cualquier tipo debemos recordar eso: para qué sirve la vida. Y la respuesta tomársela muy en serio y obrar en consecuencia. No salimos mejores como sociedad pero algunos, muchos, sí. Y son una base sólida. Y son quienes pueden rescatar a este mundo de la pandemia de la infamia: el aceptar que nos cambien pan por balas o la anulación despiadada de los más vulnerables para enriquecer obscenamente a los poderosos que han sorbido el cerebro de millones de personas en un daño superior a cualquier virus.