viernes, diciembre 27 2024

Una luz en la oscuridad: memoria de Carl Sagan

Lo más importante de cuanto nos transmitió Sagan fue la convicción de que la ciencia, a pesar de sus imperfecciones y en gran medida gracias a ellas, es con mucho la más valiosa herramienta de que disponemos para sobrevivir y prosperar como especie

Muchas de las personas que ya contamos con más de 50 años atesoraremos sin duda, entre los más gratos recuerdos de nuestra infancia, adolescencia o juventud, aquella prodigiosa serie de divulgación científica que se titulaba Cosmos, y no pocos guardaremos en casa la lujosa edición en libro del programa televisivo. Lo presentaba y fue también su guionista principal el astrónomo y astrofísico Carl Sagan, quien, de vivir hoy en día, habría cumplido 90 años en este último mes de noviembre.

El nombre completo de la serie fue Cosmos: un viaje personal y, a pesar de que apenas se emitieron trece episodios, se convirtió con pleno merecimiento en uno de los documentales de divulgación más célebres de la historia, si no el que más. En la introducción al libro, el propio Carl Sagan hablaba de cerca de 140 millones de telespectadores en todo el mundo. En 2014 se emitieron otros trece episodios de una continuación que se tituló Cosmos: una odisea en el espacio-tiempo, presentada por el astrofísico Neil deGrasse Tyson y producida, entre otros, por la escritora Ann Druyan, viuda de Sagan que también había sido guionista de la serie original.

Entre los atractivos que con toda seguridad contribuyeron al éxito del primer Cosmos se han de contar su belleza visual y un magnífico fondo musical, con composiciones de Vangelis y Jean-Michel Jarre. Pero su mayor valor radica en la asombrosa capacidad de Sagan para reunir lo esencial del sinfín de conocimientos físicos, astronómicos, matemáticos o filosóficos acumulados por el ser humano a lo largo de la historia y para presentarlo ante el público general de forma a un tiempo clara, amena y rigurosa. No se limitaba a enumerar y exponer hallazgos y principios de la ciencia, sino que nos mostraba cómo se habían gestado y de qué preguntas había partido el camino hacia ellos. Y esto le sirvió para contagiar al espectador, como ningún otro divulgador científico lo ha hecho, el amor por la ciencia (“cuando uno se enamora, quiere contarlo”, escribió), la pasión por aprender, que él siempre creyó innata en todo ser humano. Son los niños, acostumbraba a decir, quienes siguen haciendo las preguntas fundamentales.

Sirviéndose de una cartulina y dos palos, nos explicó de qué modo sencillo y genial había probado el sabio Eratóstenes que la Tierra era esférica en el siglo III antes de Cristo y cómo había sido capaz de medir con admirable precisión el diámetro de su circunferencia. Y explicó a un grupo de escolares, respondiendo a la pregunta de una niña, por qué era precisamente esférica la Tierra y no de otra forma. 

En Cosmos oímos hablar muchos por primera vez de los agujeros negros. Se nos enseñó, años antes de que invadiera nuestras vidas el celebérrimo buscador de internet, que “gúgol” (o google) era el nombre que había dado a un número gigantesco, diez elevado a cien, el sobrino de nueve años del matemático norteamericano Edward Kasner, a petición de este. Se nos narró la apasionante búsqueda de la armonía universal que condujo a Kepler a dar con el movimiento de los planetas, gracias a las mediciones de un tipo tan extravagante como Tycho Brahe. Descubrimos el espíritu práctico e indagador de los científicos jónicos (Tales, Anaximandro, Anaxágoras, Demócrito y otros) a los que en los manuales de historia de la filosofía se acostumbraba a menospreciar con la rúbrica conjunta de presocráticos, como si anteceder a Sócrates hubiese sido su único mérito, desconociendo su papel crucial de pioneros del método científico. Entendimos el significado del tesoro perdido con la destrucción de la Biblioteca de Alejandría y oímos hablar, la mayoría de nosotros también por primera vez, de la matemática y astrónoma Hipatia.

Aprendimos que el Sol es una gran bola gaseosa de hidrógeno y helio y supimos de la fascinante vida de las estrellas o los frágiles equilibrios que posibilitan la vida en la Tierra, por los cuales Carl Sagan nos hizo ver la inmensa responsabilidad que como especie adquirimos en su cuidado y conservación. “Sabemos quién habla en nombre de las naciones –escribió-. Pero ¿quién habla en nombre de la especie humana? ¿Quién habla en nombre de la Tierra?” Estremece percatarse de que aún hoy, más de cuarenta años después, seguimos sin poder responder a estas dos preguntas.

Pero lo más importante de cuanto nos transmitió Sagan fue la convicción de que la ciencia, a pesar de sus imperfecciones y en gran medida gracias a ellas, es con mucho la más valiosa herramienta de que disponemos para sobrevivir y prosperar como especie, porque lleva incorporado en su seno el mecanismo por el que se autocorrige. Tiene dos reglas, aseguró en el último capítulo de Cosmos. Primera: no existen verdades sagradas ni sirven los argumentos de autoridad. Segunda: hay que revisar todo lo que no cuadre con los hechos. De modo similar, Bertrand Russell había escrito en La perspectiva científica que nadie que tenga espíritu científico afirma que lo que en la actualidad cree la ciencia sea exacto, sino un escenario en el camino hacia la verdad. “Cuando se produce un cambio en la ciencia, como, por ejemplo, de la ley de la gravedad de Newton a la de Einstein, lo que se había hecho no es derrocado, sino que es reemplazado por algo un poco más preciso”.

Puede resultar desalentador recordar a un hombre como Carl Sagan en el borrascoso tiempo que nos ha tocado vivir, en el que la irracionalidad reconquista millones de mentes, medran payasadas como el terraplanismo, resurge el nacionalismo más obtuso, poderosos dirigentes políticos se jactan de su ignorancia, se alzan arrogantes teocracias de mentalidad medieval en países sumidos en la miseria y, sobre todo, miles de personas, miles de niños, sucumben en guerras bestiales. 

“Lo que significa un ser vivo –escribió Hermann Hesse en el pórtico de su novela Demian-, se sabe hoy menos que nunca, y por eso se destruye a montones de seres humanos, cada uno de los cuales es una creación valiosa y única de la naturaleza”. Y Carl Sagan, en Cosmos: “En la perspectiva cósmica, cada uno de nosotros es precioso. Si alguien está en desacuerdo contigo, déjalo vivir. No encontrarás a nadie parecido en cien mil millones de galaxias”.

Él no ignoró esta sombría deriva de nuestras sociedades y, poco antes de su muerte en 1996, nos dejó un libro asombroso cuya lectura hoy sobrecoge por la lucidez con que anticipó lo que se nos avecinaba. Lo tituló El mundo y sus demonios y constituye uno de los más emotivos y mejor armados alegatos a favor de la razón que jamás se hayan escrito.

“Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos (nosotros bien podríamos sustituir aquí América por Europa): … una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento de causa a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad”.

Es también, a pesar de todo, un libro profundamente esperanzador. El ser humano ha demostrado con amarga contumacia su capacidad para cometer los más escalofriantes actos de crueldad, pero también su capacidad para crear, para tejer redes de solidaridad, para sublevarse contra la injusticia y el alcance inagotable de su curiosidad. Estas últimas facultades son las que invoca Carl Sagan. 

La verdad es que, sea cual sea la proporción de optimismo y pesimismo que anide en cada uno de nosotros, si amamos nuestra propia vida y las personas que junto a nosotros la transitan, no nos queda otro remedio. O, para decirlo con el refrán que Carl Sagan coloca al principio de El mundo y sus demonios: “Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.