miércoles, agosto 6 2025

¿Qué pasó con los supervivientes después de Hiroshima y Nagasaki?

Siguen vivos 99.130 hibakusha, tienen de media 86 años y muchos de ellos todavía sufren el estigma de haber podido salir con vida aquel día de agosto. Ahora, ellos y sus descendientes piden acabar con las armas nucleares y enterrar las 4.000 cabezas nucleares que están listas para ser lanzadas en todo el mundo

La historia de la Segunda Guerra Mundial parece que acaba con el fin de los campos de concentración y la caída del régimen nazi. Que las bombas atómicas fueron el epílogo necesario (con o sin comillas) para la paz. Que Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas, hubo pérdidas humanas, pero no sufrieron. Esta es la imagen prefijada… que dista de la realidad.

En la primavera de 1995 estudiaba tercero de Periodismo en la Universidad de Málaga. Manu Leguineche, acaso el más brillante reportero internacional español del siglo XX junto a Manuel Chaves Nogales, dio una charla y yo me fui detrás de él para preguntarle cosas sobre Japón. Estaba leyendo aquellos días Los años de la infamia y me recomendó que fuera a Hiroshima; el 6 de agosto de hace ahora tres décadas se cumplía el 50 aniversario del lanzamiento de la bomba atómica.

Aquella cobertura, que escribí para la sección internacional de Diario 16, cambió mi vida profesional. Me impactó la ausencia de rencor de los hibakusha, que etimológicamente significa “personas bombardeadas”. Escuché sus voces; esos testimonios que explicaban el momento de la explosión y lo que les afectó. Eran rostros tristes, pero no veía odio.

En 2023 publiqué Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes. Ahora, en 2025, en una nueva edición que lleva prólogo de Sergio del Molino (Premio Alfaguara 2024) y un epílogo con la cobertura en Oslo del Premio Nobel de la Paz para la organización japonesa Nihon Hidankyo, compuesta por hibakusha, reivindico el valor de los testigos, del factor humano, de conocer las vidas de las personas que sufrieron.

El estigma

¿Cuántos hibakusha siguen vivos? Por primera vez son menos de 100.000: 99.130 personas. Su edad media es de 86,13 años, según datos publicados el pasado mes de julio por el Ministerio de Bienestar japonés.

Aunque esta cifra parece abultada, no lo es tanto si se tienen en cuenta diversos factores. Por un lado, muchos tienen problemas mentales —demencia o alzhéimer— y no pueden contar su experiencia. Por otro, la gran mayoría no quiere hablar del momento de la explosión e incluso ni sus amigos más cercanos saben que son hibakusha. No lo dijeron porque hubiesen sufrido un estigma si reconocían que eran supervivientes. Además, comentarlo dificultaba conseguir un empleo y parejas e hijos por el miedo a que la descendencia naciera con algún tipo de secuelas físicas. Todavía no son muchos los que quieren relatar la experiencia.

Por eso es digno de mención el testimonio de gente como Takako Gokan. Cuarenta años después de la explosión atómica estaba con Sekiko, su hija, en un baño termal japonés cuando se dio cuenta de que la gente miraba sus quemaduras en brazos, vientre y piernas. Sekiko la tapó rápido con una toalla. Aunque ya estaba a salvo de las miradas y los comentarios, Takako decidió en ese momento que no iba a ocultar que era una superviviente. “Los niños pueden ser crueles”, me contó Takako, rememorando su infancia. “Algunos no entendían cómo podía estar bien si mis padres habían muerto. Ser huérfana estaba mal visto”.


Dos jóvenes caminan por una calle flanqueada por escombros en la devastada Hiroshima, en 1945, primera ciudad en el mundo en sufrir los efectos del arma nuclear, poco después del ataque del ejército de Estados Unidos

Pasado y futuro de la bomba

El testimonio de los hibakusha resulta clave para conocer, 80 años después del bombardeo sobre la ciudad de Hiroshima, qué pasó aquel día de agosto a las 8.15 horas.

El avión Enola Gay lanzó Little Boy, la bomba que provocó la muerte inmediata de 70.000 personas, un número que ascendió a 140.000 a finales de ese año. Hasta aquel momento, Hiroshima tenía una población de 245.000 habitantes y su vida cotidiana era normal. Los efectos de la radiación, la llamada lluvia negra, se comenzaron a percibir desde esa misma tarde.

Nagasaki, la gran olvidada, fue la receptora de la segunda bomba atómica, pero no era la primera candidata tras Hiroshima; Kokura iba a ser el destino original. Fat Man, como se llamaba el explosivo atómico, cayó en paracaídas, como si lo hubieran disparado con una pistola con silenciador, sin prisa, desde el avión estadounidense llamado Bock’s Car hasta el objetivo. El viaje infernal duró 47 segundos. La bomba erró: explotó a quinientos metros de altura y tres kilómetros más tierra adentro de lo previsto, en parte debido al tiempo. En Hiroshima se había arrojado sin paracaídas.

Antes de todo esto, con una población diezmada y después de que Estados Unidos hubiera bombardeado Tokio, Japón estaba a punto de rendirse. Pero en ese momento, la nación americana y la Unión Soviética se encontraban inmersas en la siguiente pantalla. En realidad se estaban repartiendo el tablero geopolítico de la posguerra.

Las bombas atómicas no eran inevitables. Barton J. Bernstein, catedrático de Historia de la Universidad de Stanford, señala que, basándose en las memorias de posguerra del almirante William Leahy y del general Dwight D. Eisenhower, entre otros, comenzaron a surgir dudas acerca de su empleo en la guerra: “Con el paso de los años, los estadounidenses se enteraron de que las bombas, de acuerdo con cálculos militares de alto nivel hechos en junio y julio de 1945, no habrían salvado probablemente medio millón de vidas en las invasiones, como Truman mantuvo a veces después de Nagasaki, sino menos de 50.000”.

Tampoco se calibró el impacto que iban a tener los artefactos en la vida de los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. El término hibakusha tardó cinco o diez años en empezar a oírse. La prensa no publicaba mucha información sobre ellos, así que los ciudadanos no conocían demasiado lo que había ocurrido.


Imagen de la ciudad de Hiroshima arrasada tras la explosión

Hasta 1957 no hubo ningún tipo de apoyo para los supervivientes. Se siguieron las instrucciones que ordenaba Estados Unidos (que ocupó el país desde el final de la guerra hasta 1952) y el Gobierno japonés tampoco les prestó demasiada atención. Ahora tienen derecho a un chequeo médico dos veces al año. También han conseguido un apoyo económico, que depende del tipo de enfermedad, de entre 30.000 y 100.000 yenes.

En 1967, el psiquiatra estadounidense Robert Jau Lifton publicó Muerte en vida: sobrevivientes de Hiroshima, una obra clave que profundiza en el aspecto mental de quienes vivieron para contar la bomba, un asunto muy poco tratado hasta ese momento. Él fue quien acuñó el término que identificaba el “adormecimiento psíquico” que padecieron los hibakusha. Sostuvo que emplear bombas atómicas no era necesario: “Japón estaba totalmente devastado. Habíamos bombardeado todas las ciudades importantes con armas convencionales. Y como saben, murieron más personas en los ataques a Tokio que en Hiroshima. En mi opinión, no era necesario usar armas nucleares para terminar la guerra”.

El escritor y Premio Nobel de Literatura japonés Kenzaburo Oé, en Cuadernos de Hiroshima, dice: “Vi cosas en Hiroshima que tenían mucha relación con la peor de las humillaciones, pero, por primera vez en mi vida, allí conocí a la gente más digna”.

Actualmente, en la Tierra existen 4.000 cabezas nucleares listas para ser lanzadas. Esa es la gran amenaza que se cierne sobre la humanidad en estos momentos. Los hibakusha conocen mejor que nadie este peligro. Y les duele recordar. Las segundas y terceras generaciones de supervivientes, los hijos y los nietos de Hiroshima, están continuando el testigo de sus mayores y advirtiéndolo.

Por eso conviene recordar la cultura que conforma, de una manera clara, la identidad de las dos ciudades bombardeadas, convertidas ahora en emblemas del pacifismo internacional. Como dice el cenotafio del Parque de la Paz de Hiroshima: “No repetiremos el error”.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leerlo aquí.