Será mi catastrofismo, o será un error humano, pero que esta barbarie se haya consumado sin remedio me da a entender que a la tele le está empezando a dar igual si la ves o no mientras la tengas puesta, porque no le queda nada que contar que no sepamos ya
Será el pesimismo de agosto, el fascismo rampante, será la aterradora sensación de indefensión que genera un domingo por la tarde, de su ocaso achicharrante, de la sombra abigarrada del lunes, su amenaza constante, será que el universo, desaforado de toda lógica, comienza a rozar el colapso, o que empiezo a exagerar, que también puede ser, pero yo insisto en ver el fin del mundo por todas partes. Será la crisis de los treinta y esta nueva obsesión mía por el tiempo. Será el ruido blanco de un ventilador luchando por mantenerme con vida, o que he empezado a sospechar que la humanidad se ha rendido sin armisticio de por medio. Será lo que tenga que ser, pero este sábado pasado, en La Sexta, emitieron Misión Imposible III a las 15:30 de la tarde para echar, a las 18:45, Misión Imposible II; la secuela se adelantó al origen. Será que uno cree mejor si cree con ganas, pero cómo es posible que la anécdota más anodina de la historia sea capaz de tomar el pulso de una forma tan exacta a los tiempos que vivimos. El zeitgeist postcapitalista se puede mirar en el teletexto.
Será la nostalgia, pero de niño recuerdo que la tele era una cosa muy seria. Era la ventana más grande que tenía mi casa. La encendías y era el lugar en el que ocurrían las cosas: las noticias, las guerras, la Eurocopa, Jesús Quintero y Bertín Osborne (estas son las cinco categorías televisivas). Ahí dentro estaba todo. Pero en esa época era impensable que programasen dos películas de una misma saga en un orden semejante. Será mi catastrofismo, o será un error humano, pero que esta barbarie se haya consumado sin remedio me da a entender que a la tele le está empezando a dar igual si la ves o no mientras la tengas puesta, porque no le queda nada que contar que no sepamos ya. O será que todo esto nos está diciendo algo que no nos atrevemos a escuchar: que el sentido común ya es pura superstición y que el caos es la única línea editorial vigente.
Será por mi obsesión con que lo real está obligado a obedecer a una narrativa con sentido, a rendir pleitesía al relato como motor que mueve el mundo, al determinismo literario como doctrina filosófica, será que soy un jodido tiquismiquis, pero, y no quisiera ponerme conservador, hace veinte años, lo de Misión Imposible habría sido, pues eso, imposible. Ha sido en la televisión donde hemos visto en directo caer las torres gemelas, y ha sido en la televisión donde vemos con exactitud milimétrica la entrada de cada año desde que tenemos memoria. La tele era lo que nos demostraba que ahí fuera había gente intentando ordenar las cosas. Como seres narrativos, traicionar al relato, desmerecerle de la atención que requiere, es romper todo vínculo con lo que somos. Será que me educaron con cuentos, con introducciones, nudos y desenlaces; será que me enseñaron que después del uno va el dos, y así; será que la dejadez, que no es sino la falta consciente de estilo al hacer las cosas, es el pecado que menos perdono. A lo mejor solo será que cada vez es más difícil vivir en un mundo que no se toma en serio a sí mismo.
No es tanta la cuestión de por qué hacemos las cosas sino por qué dejamos que las cosas pasen. Decía Walter Benjamin que las revoluciones son puntos de ruptura, un freno de emergencia para la inercia de la deriva histórica, que consisten en la pugna por el futuro tras el colapso inevitable del pasado. Y no somos conscientes porque no hay, no tenemos claro al menos cuál sería, una Bastilla que tomar ni un Palacio de Invierno que asaltar, pero la decrepitud del sistema político, económico y social, al menos en Occidente, está abriendo camino a un coso, un escenario de revolución sin una revolución con nombre propio, al menos de momento, que marcará el inicio de una nueva era, mejor o peor, quién sabe, todo apunta a que peor. Vivimos en el fuego cruzado entre un mundo que no está dispuesto a desaparecer sin luchar y otro que se está imponiendo sin tener que hacer nada; como Quintero y Osborne, lo imposible contra lo inevitable. El desorden de Misión Imposible es quizá el más mínimo síntoma del colapso que vivimos, pero también es la prueba que necesitábamos para darnos cuenta de que si el mundo se derrumba es porque ya nadie se molesta en mantenerlo en pie. Podríamos llamar a esta época la revolución de los brazos caídos y quedarnos tan tranquilos. Será que me he levantado optimista, pero estamos jodidos.