jueves, agosto 7 2025

Tiempos de desvergüenza

¿Qué hemos dejado de hacer para que haya quien sienta que votar a quienes irán contra sus propios derechos es una opción válida? ¿Qué espacios no hemos sabido cuidar para que muchos vivan la política desde el desprecio o la indiferencia?

Vivimos tiempos en los que los discursos más reaccionarios y contrarios a los derechos humanos ya no se esconden bajo las alfombras del cinismo ni se expresan con eufemismos. Al contrario: se exhiben con desparpajo, como si ser cruel, racista, machista u homófobo fuera una forma de autenticidad. Como si por fin hubiese llegado el turno de hablar -y gritar- de quienes se han sentido o han sido desplazados durante años por el sistema democrático y la igualdad.

Sin embargo, lo que estamos viendo va más allá de la expansión de la extrema derecha como fuerza política. Es la visibilización de una masa de personas que, si alguna vez estuvieron en el centro del relato, ha sido de forma instrumental. Personas que antes se sintieron desplazadas, ridiculizadas o directamente ignoradas en las conversaciones públicas que hablaban de otros derechos, otras causas, otros discursos, realmente de los suyos, pero nunca llegaron o sí llegaron no fueron suficientes como para llevar los vacíos. Hoy esas personas han encontrado un lugar donde canalizar ese vacío y esa fragilidad: el odio.

Durante mucho tiempo, callaron. No necesariamente porque pensaran distinto, sino porque se sentían solos, juzgados, desubicados. Callaban quizá por miedo al reproche o por no saber cómo expresarse sin ser señalados, también porque lo que pensaban o sentían no era lo correcto en democracia. Ahora ya no. Ahora encuentran en el insulto o el desprecio una libertad y un protagonismo que usa un lenguaje que no se considera vergonzoso, sino valiente. Sacan pecho. Encuentran eco. Y sienten, al fin, que forman parte de algo, aunque ese algo se los vaya a llevar por delante en cuento alcance el poder. Exactamente igual que está haciendo Donald Trump.

La derecha más extrema a nivel mundial y de forma organizada ha entendido algo fundamental: que hay millones de personas deseando dejar de sentirse insignificantes. Que no se trata de convencerlas con propuestas políticas complejas, sino de ofrecerles identidad, comunidad y enemigos. Pan para hoy, hambre para mañana. Que lo antisistema ya no es cuestionar el poder financiero o las desigualdades estructurales, sino burlarse de una ministra, negar la violencia machista o cargar contra una persona trans. Que eso se entiende mucho mejor que los motivos por los que es mejor vivir desde el respeto y la convivencia. Basta con poner en duda los derechos humanos y el bien común para sentirse alguien.

Es mucho más fácil reírse del feminismo que entenderlo; más cómodo decir “yo digo lo que me da la gana” que pensar en el daño que causan ciertas palabras. Lo cínico da más clics. Lo agresivo moviliza más. La burla conecta mejor con ese resentimiento que no tiene siempre un origen claro, pero que está ahí, esperando salir. Mientras los líderes de las formaciones políticas de la derecha se abrazan a los del odio que gritan, los demás explican y nadie les entiende, les escucha o tiene tiempo para dedicarles. Mientras unos se divierten humillando, otros intentan no responder con la misma moneda. Y así, el espacio público se va llenando de ruido, pero cada vez menos de sentido. Es el tiempo de la mala educación y de la manipulación.

Sería un error pensar que todo esto ocurre porque de pronto se ha multiplicado el número de personas malas. La pregunta incómoda es otra: ¿qué hemos dejado de hacer para que haya quien sienta que votar a quienes irán contra sus propios derechos es una opción válida? ¿Qué espacios no hemos sabido cuidar para que muchos vivan la política desde el desprecio o la indiferencia? ¿Cuándo empezamos a hablar de “los nuestros” como si lo demás no nos concerniera?

Frente a todo esto, es urgente poner en valor a quienes no han caído en ese juego. A quienes, sin hacer grandes aspavientos, siguen tratando bien a los demás, siguen educando, cuidando, sosteniendo. No desde la ingenuidad, sino desde la convicción de que el mundo no mejora solo por oponerse al mal, sino por practicar activamente el bien. Aunque no salga en titulares, aunque parezca que ya no tiene prestigio.

La pregunta, entonces, no es solo cómo parar esta oscura crueldad que goza de la impunidad de la mentira y el descaro porque hay quienes hacen lo mismo desde instituciones que deberían ser ejemplares, estructura. La pregunta, quizá, es cómo volver a atraer a una comunidad que no necesita más enemigos, sino más cuidados y más humanidad. Cómo sumar a más personas a la defensa de la dignidad sin convertirnos en caricatura. Cómo no dejar de mirar a quienes hoy están del otro lado, en un lugar que muchas veces es autolesivo, y cómo hacerlo sin condescendencia, pero con la voluntad mínima de entender qué grietas los han llevado hasta allí. Hasta las urnas, con una papeleta que es, sin saberlo, su propia sentencia a esa nada de la que creen estar huyendo votando a la derecha más fascista desde la Segunda Guerra mundial.