Los desahucios de asentamientos han trasladado las chabolas a uno de los barrios más exclusivos de la isla: Can Misses. La mayoría trabaja en el sector turístico, incluso en villas de lujo, pero otros han decidido irse definitivamente a la península
Un caravanista se enfrenta a una multa de hasta 40.000 euros por entrar sin autorización en Ibiza y aparcar en rústico
Arsenio Rivera sale de su caravana con una gorra en la cabeza. Es de color rojo, patriótica: sobre la visera hay un escudo (un castillo, un león, cuatro barras y unas cadenas, tres flores de lis, una granada, dos columnas, un Plus Ultra, una corona) y bajo el escudo, una palabra: España. Pero este hombre, que aparenta rondar los cincuenta, no es un aficionado de la selección, dolido todavía con la derrota en los penaltis de la final de la Eurocopa. Tampoco está pasando sus vacaciones en un camping de la costa mediterránea. Arsenio es paraguayo. Lleva apenas dieciocho meses en este lado del Atlántico. No tiene permiso de residencia. La caravana es su domicilio, uno nómada. Con el dinero que gana –en negro, trabajando como albañil o limpiador, a menudo, explica, en lujosas villas– no puede permitirse nada más decente. No en Eivissa.
Hasta hace quince días, cuenta Arsenio, su mujer y él vivían en la villa miseria de Cas Bunets. Se marcharon al poco de leer el aviso que les informaba de que una orden judicial había autorizado desalojarlos. La dictó un juez de forma urgente después de que un fuego quemara cien metros cuadrados de chabolas y tiendas de campaña a finales de junio. Cuando llegaron los agentes de la Policía Local del municipio de Santa Eulària, la “casa” de Arsenio y su esposa ya no estaba allí. Se fue rodando: llamaron a una grúa y pagaron para que la arrastrara a otro lugar. El conductor la desenganchó en un terreno situado en el perímetro de la capital de la isla. El matrimonio paraguayo no está solo allí. Forma parte de un censo invisible. No consta en ningún registro, son un número de residentes por determinar.
En los 23.803 metros cuadrados que tiene la parcela hay, por lo bajo, treinta caravanas, casi una veintena de tiendas de campaña y, también, varios cochecitos de bebé aparcados junto a algunas infraviviendas. Algunas están muy expuestas. Otras, semiocultas bajo las ramas de un algarrobo que, de paso, les da sombra. Varios vecinos que ven el poblado desde sus ventanas consideran que creció de golpe (“descontroladamente”) cuando se produjo el desahucio de otro poblado, Cas Bunets.
Pinos y algarrobos dan sombra, y ocultan, a las caravanas.
Neumáticos esparcidos entre la vegetación seca a pocos metros de una caravana.
Dos desahucios en menos de un año
Unas trescientas personas corrían el riesgo de quedarse al raso. En unas horas se vaciaron las barracas, construidas tan sólo unos meses atrás, y se repitió una pesadilla. Muchos de los desahuciados del 15 de julio de 2025 ya habían sido desalojados el 31 de julio de 2024 –por la fuerza y, en algunos casos, con violencia– de Can Rova, el terreno anexo a Cas Bunets. Sólo los separaba una cerca. Al otro lado de la alambrada les cobraban un alquiler. Había recibos, pero no contratos; era ilegal. Los topónimos son hijos del pragmatismo: aquella finca donde se originó la favela se llamaba Can Rova y, tras la mudanza forzosa, sus propios moradores la empezaron a llamar Can Rova 2.
Como ocurrió hace exactamente un año, las barracas ahora son astillas, pero la historia no ha terminado, empieza a parecer un bucle. Cuesta situar, en cambio, a Can Rova 3 en el mapa porque, tras el segundo desahucio, ha venido una diáspora. Interior y exterior. Llamar a los números de varios de los desahuciados lo corrobora. Los que tuvieron más suerte han encontrado una habitación, a precio de oro. Otros se acomodaron como pudieron “en la sala del piso donde vive algún familiar o amigo” y prevén aguantar “mientras sea posible”. Hubo también quien se hartó y ya ha comenzado una nueva etapa en la península.
Tras dos desahucios de un poblado chabolista, los residentes se han dispersado. Los más ‘afortunados’ han encontrado una habitación a precio de oro. Otros están ‘en la sala del piso donde vive algún familiar o amigo’ y prevén aguantar ‘mientras sea posible’. Hay también quien se ha hartado y ya ha comenzado una nueva etapa en la península
Un rincón del campamento chabolista.
Dicen algunos de los desahuciados que los más desfavorecidos se han echado al monte, como si fueran fugitivos de la Guerra Civil. Que son los dueños de las manos que levantaron casetas de madera para dormir porque no tenían furgoneta o roulotte, los que no han podido aparcar en otro sitio cuando se agotó la prórroga judicial.
“Conozco a unos cuantos que están en tiendas de campaña entre los pinos, duermen encima de unos plásticos. Está viviendo así la gente. Yo intento ayudarles subiéndoles comida y agua, lo que necesiten. El mismo día del desahucio, intentaron ponerse en un terreno dentro de la ciudad [de Eivissa], pero la Policía [Local] no los dejó. Les dijeron que se fueran a una zona donde hubiera más bosque, que se fueran a lugares lejos de la ciudad”, explica una persona que ha sufrido los dos desahucios y que, aunque ha encontrado un lugar donde plantar su caravana, prefiere no dar su nombre “por las represalias”. Sí acepta marcar en un pantallazo de Google Maps que le llega por WhatsApp el terreno donde, según él, los policías abortaron aquel asentamiento que estaba a punto de eclosionar. Desde el Ajuntament d’Eivissa no han contestado a la pregunta de elDiario.es sobre si se produjo aquella actuación.
‘Conozco a unos cuantos que están en tiendas de campaña entre los pinos, duermen encima de unos plásticos. Está viviendo así la gente. Yo intento ayudarles subiéndoles comida y agua, lo que necesiten’, comenta un afectado
Los okupantes del terreno, dice Arsenio Rivera, colocaron una cadena y un cartel de prohibido el paso para evitar que siga entrando gente.
El mismo temor se palpa en otros teléfonos que se descuelgan dos semanas después del desalojo, pero Arsenio Rivera no tiene pelos en la lengua para relatar su historia:
–Yo vine a Ibiza después de quedarme en Madrid un tiempito. Fue donde llegamos primero, pero andaba buscando trabajo y no encontraba, aunque mi mujer sí lo tenía. Un compañero que tenía allá [en Paraguay] me llamó y me preguntó si estaba en España. Cuando le dije que sí, me dijo que viniera a Ibiza, que aquí no me iba a faltar trabajo, y es cierto porque desde que vivo acá casi todos los días trabajaba, construcción y pintura, pero en el verano menos porque no tenemos papeles y hay muchos controles.
Pese a ganar “como máximo, pues unos diez euros la hora”, lo último que Arsenio y su mujer esperaban era llamar hogar a unos descampados o que los electrodomésticos de su casa funcionaran con la electricidad de un generador alimentado por gasolina. Cuando aterrizaron, el contacto que tenían en la isla les presentó a una pareja que les cobraba por vivir en una habitación en un piso situado en el centro de la capital: “Pagábamos seis cincuenta por la piecita cuando llegamos. Era un alquiler supuestamente estable, pero nos subieron a siete cincuenta, y luego a mil. Eso ya no lo podíamos pagar, demasiado caro nos cobraban ya”.
El generador que proporciona electricidad a la caravana de Arsenio Rivera y su mujer.
–¿Estaban alquilados o realquilados, Arsenio?
–Realquilados. Eran un señor de Brasil y una señora que, a decir verdad, también era paraguaya. Vivían con nosotros y con dos personas más.
–¿A los dueños del piso los llegaron a conocer?
–No, no. Imaginate: en una piecita vos pagás mil euros. Buscamos muchas piezas por ahí para mudarnos por algo más barato, pero no encontramos.
Entonces, narra Arsenio, unos amigos les comentaron que una caravana de Cas Bunets (o Can Rova 2) estaba a la venta y que podía pagarse “a cuotas”. El matrimonio había visto las imágenes del desahucio del primer Can Rova. Sabían que algo así podía sucederles, pero se arriesgaron. Todavía les faltan “seis mensualidades” por pagar, pero saben que podrán hacerlo: “Es importante tener algún ahorrito. Con lo que piden por una vivienda normal es imposible, y nosotros tenemos cuatro hijos allá en Paraguay. Los pequeños viven con los mayores, que ya están casados”. Cuando vuelva a producirse otro desahucio, se irán “a otro sitio” donde les “dejen estar”. Son conscientes de que sucederá tarde o temprano. Los mecanismos judiciales, de hecho, ya se han activado. Según explican fuentes de Sirenis –una de las principales hoteleras de raíz ibicenca y propietaria del 70% de esta parcela urbana–, “hay un proceso avanzado pendiente de sentencia”.
Arsenio y su mujer viven en una caravana que todavía no han terminado de pagar. Saben que en algún momento volverán a ser desahuciados de un terreno que no es suyo. Se colaron tras negociar con otras personas que ya ‘residían’ en él
Un terreno okupado pese a estar rodeado por una valla
Hasta entonces, Arsenio afirma que seguirán buscándose la vida en un terreno que los copropietarios “a petición del Ajuntament d’Eivissa”, afirman desde Sirenis, “vallaron” con una reja de tono verde oscuro “y limpiaron en la medida de lo posible”. Desde la institución lo confirman, pero evitan hablar de este asentamiento en concreto. La reja tiene, no obstante, una abertura generosa, suficiente para que entre un vehículo pesado. Da a un camino paralelo al cinturón de ronda que circunvala la capital de la isla, cuatro carriles que en plena temporada turística son un zumbido de coches que vienen que van.
Por ese hueco se colaron, tras negociar con las personas que ya okupaban el espacio, “pero sin pagar”, Arsenio y su mujer en una finca a la que sigue llegando gente. Hay que esperar a la caída del sol para constatarlo. Tres mujeres y dos hombres forman un círculo. Se agachan, tiran de unas cuerdas, elevan una lona, clavan unas estacas, plantan una tienda. Caminando por estas antiguas tierras de cultivo habrán visto chatarra, maderos, muebles desvencijados, no menos de veinte neumáticos, hierbajos y matojos de tono amarillento. Un pequeño vertedero, una falla en potencia.
La posibilidad de ver sus casas en llamas no frena este tipo de asentamientos. Menos aún si tienen una ubicación tan golosa. Arsenio Rivera y sus vecinos pueden bajar caminando al centro en pocos minutos. O acercarse en bicicleta o patinete eléctrico a Talamanca, ses Figueretes o Platja d’en Bossa, las zonas hoteleras en los extremos de la ciudad, donde varios de ellos dicen que trabajan. Están en Can Misses: comunidades con piscina y jardines comunitarios levantados antes y después del estallido de la primera burbuja inmobiliaria en las porciones que salieron al cuartear la enorme finca agrícola a la que el barrio debe su nombre. Es una zona urbana sin comercios ni bares, pero llena de servicios públicos. Allí se construyeron, en 1984 y 2015, las dos sedes que ha tenido el hospital de la isla, dos escuelas públicas, el complejo deportivo municipal. Por detrás de la gorra roja de Arsenio asoma el videomarcador del estadio de fútbol, donde juegan futbolistas profesionales que ganan sueldos de seis cifras.
Algunas de las caravanas están pegadas a una comunidad de vecinos.
El asentamiento es una falla en potencia por la acumulación de muebles, maderos, matojos y otros elementos inflamables. Está ubicado en Can Misses, una zona de comunidades con piscina y jardines comunitarios. El metro cuadrado está a 7.000 euros
El metro cuadrado de la vivienda usada que está a la venta a pocos metros del rectángulo de césped natural parece ir a la par de ese poder adquisitivo. La herramienta de tasación que utilizan los Agentes de la Propiedad Inmobiliaria de Balears lo sitúa en torno a los 7.000 euros. Ahora, en el paisaje de uno de los barrios más exclusivos de Eivissa se ha colado también un poblado chabolista. “Si esta desgraciada situación se convirtiera en un problema crónico, el valor inmobiliario de la zona se podría resentir”, indican desde la delegación ibicenca de este colegio profesional.
Las bicicletas y patinetes eléctricos permiten a los okupantes de esta parcela llegar en pocos minutos al centro de la ciudad.
Un sitio donde aparcar
Arsenio reflexiona en voz alta:
–Yo no sé por qué el Ayuntamiento no nos da un sitio donde aparcar. Le vamos a pagar el alquiler. Un alquiler donde nosotros podamos aguantar de pagar… no muy alto, y vivir tranquilos. No sé por qué no nos dan esa posibilidad. Nosotros mismos, si continúa así, vamos a marcharnos también [a la península]. No hay otra.
Los planes de los políticos que gobiernan la isla van en dirección contraria al deseo que lanza el migrante paraguayo. Ese “sitio para aparcar” no existe en Eivissa y el Consell ha anunciado las primeras multas (de hasta 40.000 euros) para las caravanas que no sean propiedad de residentes no censados y que no tengan una reserva en el puñado de campings con los que cuenta la isla. Las sanciones están amparadas por una ley que entró en vigor el 1 de junio. Más recientemente, el 7 de julio, el Ajuntament d’Eivissa desmanteló un campamento que se había formado en es Gorg, también en una periferia, que se intenta sellar ante un caravanismo que se reproduce desde hace años.
En la primavera de 2024 se colocaron gálibos en las entradas de varias explanadas transformadas en campamentos. Hace dos meses, el equipo de gobierno –mayoría absoluta del PP– anunció “un frente común entre instituciones y fuerzas y cuerpos de seguridad para actuar de forma más coordinada frente a los asentamientos ilegales”. A la nota de prensa de aquel anuncio y a un tuit del alcalde se remite el Ayuntamiento. Rafael Triguero destacó en su perfil de X “el control exhaustivo” de la Policía Local “para evitar más asentamientos y garantizar la seguridad y evitar riesgos de incendio en las zonas boscosas de la ciudad”: lo hizo un día antes del desahucio de Cas Bunets, un poblado de chabolas que tenía a las puertas de su municipio.
Aunque todavía son pocas, han empezado a levantarse barracas de madera en el solar.
Desde el Consistorio no aportan datos concretos del trabajo realizado en los últimos dos meses. Cuando presentaron su “frente común” se marcaron como objetivos “actualizar el mapa” de asentamientos para detectar en intervenir en casos de “alta vulnerabilidad”, con un protocolo específico “para famílias con menores”. Aunque se solicitó una entrevista con un portavoz municipal, como declaraciones llegó una nota de audio de Jordi Grivé, regidor de Medi Ambient. El concejal recalca las “instancias” a los propietarios de los terrenos okupados para que “los vallen o los limpien” y explica que está al caer un “plan de emergencias” para actuar ante los incendios que puedan producirse en los campamentos de chabolas.
Sí dan datos desde el Ajuntament de Santa Eulària, el municipio del que provienen los desahuciados de Cas Bunets. Las cifras son una radiografía del desalojo: “Total personas que han pedido ayuda: 83. Mujeres: 30. Embarazadas: 4. Hombres: 42. Menores: 11. Personas con necesidad de salud: 1. Unidades familiares, incluyendo las embarazadas: 16. Mujeres con hijos a su cargo: 1. Mayores de 65 años: 1”. Y, también, ayudan a calibrar la capacidad de respuesta pública ante el drama social: “Mujeres con menores en el centro de acogida municipal: 5. Alojamiento temporal de urgencia para familias: 1 (finalmente rechazado). Ayudas para la entrada de una vivienda en alquiler: 8 familias. Información, orientación y asesoramiento: 43 personas. Solicitudes de ayuda abandonadas por la persona interesada o pendientes de acreditar: 16”.
En el extremo sur de la finca, un pozo y una casa antigua recuerdan el pasado agrario de esta zona de la periferia del municipio de Eivissa.
Infraviviendas levantadas entre matorrales y árboles y grúas construyendo viviendas de lujo, el nuevo paisaje del barrio de Can Misses.
“Fuimos a pedir ayuda, pero no pasó nada”
Al otro lado del teléfono está Marco Cacho. Como Arsenio Rivera, también es paraguayo, también tiene hijos a miles de quilómetros de distancia, también es desahuciado (él ya vivió en el primer Can Rova), también se dedica a “la construcción, el mantenimiento, la pintura, la limpieza, lo que venga”, pero ya no vive en Eivissa.
–Tu mujer y tú os habéis mudado a Galicia, ¿qué imagen os lleváis de los políticos y las instituciones de la isla, Marco?
–Siempre hay promesas. Nosotros fuimos a pedir ayuda, pero no pasó nada. A la gente que iba a pedir ayuda no les resolvían, a unos pocos, no más, se les ayudó, los que tenían hijos, niños. El día del desalojo nadie se acercó a decir nada. Si vamos a hablar de las instituciones, creo que por esa parte fueron flojos, la verdad. Por lo menos agua darle a la gente.
En Cas Bunets, Marco dice que su pareja y él tenían una tienda de campaña y, al lado de la cama, un chamizo levantado con listones. La cubierta “con un pedazo de carpa”. Debajo, cocinaban, con una bombona de butano y un hornillo. Un lujo si lo compara con los colchones sobre los que durmió durante los días posteriores al último desahucio. A la intemperie.
Marco Cacho y su pareja tenían una tienda de campaña y, al lado de la cama, un chamizo levantado con listones. Cocinaban con una bombona de butano y un hornillo. Tras ser desahuciados de un poblado chabolista y dormir a la intemperie en un colchón, se han ido a vivir a Galicia
“Imagínate”, cuenta Marco, “después de siete años viviendo en Ibiza: de elegir qué habitación alquilar, costaban 300 euros cuando llegué, a estar en la calle. Hemos dejado allí hasta el coche, que acabará en el desguace, y nos hemos ido. Cogimos tres maletitas y a tomar por saco, como se dice. Un ibicenco que conocía, y que tiene negocios en Galicia, nos recomendó y encontramos trabajo acá. Estamos viviendo a diez minutos de Santiago de Compostela, en un estudio. Pagamos 350 euros. En estos dos últimos años que, de una, empezaron a subir los precios, todo se volvió insostenible, ya no se podía hacer nada en Ibiza. Tener amigos que no tienen donde parar tampoco… Es muy duro ver a tus amigos llorar, ¿sabes? Sientes impotencia. Uno no puede estar así. Mantenemos dos grupos de WhatsApp con gente que vivía en Can Rova, unas cuarenta personas… Muchos están en la calle. Por eso, la primera oportunidad que se nos dio para irnos, la aceptamos de una”.
–Marco, me dices que muchos de los trabajos que has hecho en Ibiza fueron en mansiones o casas que están valoradas en millones de euros y que se alquilan en verano por cantidades desorbitadas. ¿Qué se siente o qué se piensa cuando uno vive en una chabola y se gana el pan en un lugar así?
–Pues… tampoco queremos caer de envidiosos, pero como no teníamos donde vivir, mis compañeros y yo a veces sí que decíamos, de cachondeo, qué bien sería vivir ahí. Pero somos realistas, sabemos cómo funciona este asunto. La gente que tiene mucho dinero va a ir a su rollo, no te va a decir: “Toma 200 euros para comprarte una tienda de campaña”. Eso está claro. Hace años me pagaban unos 15 euros la hora por trabajar en una villa. Ahora están pagando incluso menos de 10. Algunos lo aceptan porque no les queda otro remedio. La gente sigue llegando a Ibiza para buscarse la vida.