En contra de lo que la ultaderecha de Vox afirma sobre «profanación de tumbas», las familias de combatientes del Ejército sublevado contra la República enterrados allí tambíen solicitan al Gobierno la exhumación aunque la dictadura los llamara ‘caídos por Dios y por España’
Un falangista y un sindicalista asesinado por paramilitares de Falange, los dos últimos identificados
Hace unos 20 años la familia de Pedro Gil Calonge hizo el camino inverso al que él había hecho en vida. Su hijo, su nuera y sus dos nietas empezaron por el final y visitaron por primera vez el lugar en el que en 1937 le alcanzó la bala que lo mató para después, en el mismo día, ir a la casa en la que nació. Pedro murió combatiendo en la Guerra Civil con los franquistas que se sublevaron contra la República y fue enterrado con nombre y apellidos en una tumba individual, un destino negado a los republicanos. Sin embargo, cuando Franco mandó construir su monumental Valle de Cuelgamuros, fue llevado allí sin consentimiento. Un desvío en el camino que han tomado también sus descendientes, que esperan a que los huesos de Pedro salgan de allí para volver con ellos.
La familia Gil es una de las 203 que han solicitado al Gobierno recuperar los restos de sus seres queridos del mayor símbolo de exaltación de la dictadura. Acaban de cumplirse dos años del inicio de los trabajos en las criptas y 19 de ellos han sido ya identificados, pero a pesar de que habitualmente se asocia esta búsqueda a las víctimas republicanas, sometidas a una cruel represión, son muchas las familias que, como la de Pedro Gil, reclaman los cuerpos de quienes lucharon en el bando golpista, a veces por convicción, pero otras muchas por obligación, inercia o incluso chantaje.
“Las ideas que puede tener ahora una familia entre cuyos antepasados alguien combatió con los sublevados pueden haber cambiado o no ser importantes para esto. Además, en muchos casos no podemos saber con qué ideología participaron en el conflicto. El derecho de estas familias a intentar recuperar los restos si es viable técnicamente les asiste de forma completamente natural”, afirma el antropólogo forense Francisco Etxebarría, coordinador de los trabajos. El último identificado de Cuelgamuros, Constancio Allende Sancho, combatió en la 1ª Centuria de Falange de Álava.
El experto recuerda la exhumación que dirigió en 2016 del Monumento a los Caídos de Pamplona, de donde salieron los golpistas Emilio Mola y José Sanjurjo, pero también seis combatientes franquistas. “Dos de las familias querían sacar los restos porque creían que era un anacronismo histórico que se mantuviera. Se hizo con toda normalidad”, rememora.
Un 40% de sublevados
Los datos que maneja la Secretaría de Estado de Memoria Democrática apuntan a que estas familias constituyen casi la mitad de las que buscan a sus parientes en Cuelgamuros: de una muestra de 150 casos, 60 fueron del bando sublevado y 75 republicanos. Eso sí, con una diferencia: la mayoría de los primeros son soldados que murieron en la Guerra Civil mientras que la mayoría de los republicanos eran civiles asesinados por la represión franquista. En total, las criptas del mausoleo albergan 33.800 cadáveres, muchos de ellos sublevados. Y es que la intención principal de Franco fue llenarlas de combatientes caídos por Dios y por España, pero acabó llevando también a republicanos que fueron sacados de las fosas comunes a las que habían sido arrojados.
“¿Pero a quién le gusta que le toquen sus muertos? Es una cuestión humana”, sostiene Rosa Gil, nieta de Pedro. La familia desconoce qué ideología tenía él cuando fue llamado a filas en el pueblo soriano en el que vivía, pero Rosa asegura que su padre, que empezó a buscar a Pedro a los 70 años, era “absolutamente conservador” y aun así fue “el motor” para intentar sacarle de Cuelgamuros: “Es una cuestión universal, al margen de ideologías. Es macabro que los llevasen allí y que nos sigan poniendo obstáculos para recuperarlos, se mire como se mire. Respeto todos los ritos e ideologías, pero lo que yo estoy haciendo es reclamar a los míos”.
Pedro Gil era agricultor y tenía un hijo de poco más de un año –el padre de Rosa– y esperaba otro cuando falleció en Tardienta (Huesca), donde el Ejército franquista le destinó. “Aquello rompió a la familia. Es algo que provocaba tanto dolor que no se hablaba. Solo sabían, o eso creían, que había sido enterrado en una fosa común en Zaragoza”, explica su nieta. Hasta que su padre comenzó a buscarlo: “Le había echado de menos toda la vida, tenía eso ahí profundamente guardado”. La familia hizo la primera visita a los lugares por los que había pasado Pedro y en el cementerio de la capital aragonesa fue donde se enteraron de que le habían inhumado en un enterramiento individual y había sido trasladado al Valle en los años 50.
Se cree que el soriano está en el nivel 3 de la capilla del Santo Sepulcro (hay de 0 a 4), por la que los operarios han empezado y en la que siguen trabajando. De momento, se han hallado restos procedentes de 11 localidades diferentes correspondientes a 400 personas entre las que se encuentran los hermanos Lapeña, cuya familia consiguió en 2016 una sentencia judicial que les dio el derecho a la exhumación. Aunque los trabajos comenzaron en junio de 2023, “buena parte del año pasado se ha perdido”, señala Etxebarría, debido a la estrategia desplegada por los grupos ultras en los tribunales contra las obras, que se reactivaron plenamente en marzo.
Robar la vida y también la muerte
Una de las acusaciones que han dirigido estas asociaciones de extrema derecha para intentar frenar las exhumaciones es la de la “profanación de cadáveres”. El partido Vox ha llegado a decir sobre el proyecto para recuperar los cadáveres que “este Gobierno talibán está dispuesto a todo, desde profanar tumbas a profanar monumentos, para intentar en vano curar un orgullo herido de perdedores de una guerra que no consiguen asumir que perdieron”. Sin embargo, Rosa –que ha estado en varias ocasiones allí– mantiene que “lo que se está haciendo es lo contrario”. “Se está saneando y dignificando aquello. Es un trabajo brillante. Quien no quiera sacarlos de allí, es su decisión, pero nosotros solo estamos pidiendo saber dónde están nuestros fallecidos y traerlos con nosotros”.
“Hay una instrumentalización ideológica de todo esto, pero estamos hablando de algo muy duro: son personas a las que no solo les han robado su vida y su dignidad, también su muerte”, describe Jasone Aretxabaleta, que tiene allí enterrado a su tío.
Alexander Aretxabaleta Goikoetxea fue uno de los soldados que peleó en las tropas franquistas “por chantaje u obligación”. Su familia, de ideología nacionalista vasca, había sido represaliada al inicio de la contienda y a él alguien le prometió que si se alistaba, su padre saldría de prisión. Esto no ocurrió, pero Alexander murió en el frente con 17 años. “Mis tías se acordaban del entierro, había sido en Marquina (Vizcaya), le inhumaron en una tumba colectiva de esas en las que ponía caídos por Dios y por España y le envolvieron en una bandera franquista. Hasta de ese momento se apoyaron”, señala su sobrina.
Con la idea de que el tío estaba enterrado allí pasaron los años hasta que le encontraron en un listado de víctimas trasladadas a Cuelgamuros. “Pensábamos que era fácil, que era algo que se pedía y ya”, explica Jasone sobre el momento, en 2019, en el que la familia decidió que quería sacarle de allí. Sin embargo, el inicio de los trabajos se alargó durante años, lo que unido al desafío técnico que suponen y a los obstáculos de los ultras ha hecho que la inmensa mayoría de las solicitudes estén aún pendientes.
Miembros de la Universidad Autónoma de Barcelona se encargan de los estudios históricos de las víctimas y varios de la Universidad de Granada de los antropológicos, lo que se suma al personal del Instituto Nacional de Toxilogía y Ciencias Forenses y, en ocasiones, de la Policía Científica. Seis forenses de la Administración de Justicia supervisan las tareas. En total, son más de una veintena de personas trabajando en las criptas.
Para muchos, sin embargo, ya es tarde. El hijo de Pedro Gil murió en 2022 a los 85 años, sin poder tocar ni ver los huesos de su padre al que vio por última vez cuando tenía un año. También han fallecido ya los tres hermanos de Alexander que estaban vivos cuando la familia inició el trámite para desenterrarle. Ni siquiera Elisabeth, que arañó la vida hasta los 103 años, llegó a verlo. Tampoco Álex, el primo de Jasone. Sin embargo, Rosa y ella sí permanecen y siguen convencidas de que a lo largo del camino hay en Cuelgamuros una parada que es ineludible. Eso independientemente del bando en el que lucharan sus antepasados. “Murió en el bando vencedor, pero en la familia nadie hablaba de victoria”, dice Rosa.