La falta de datos en España sobre los jóvenes del colectivo que se encuentran en la calle o sin hogar esconde una realidad presente: solo en Madrid, en 2024, hubo 979 solicitudes para las 65 plazas disponibles
Una juventud diversa y orgullosa convive con la LGTBifobia: “El aula es cada vez más hostil para salir del armario”
La última vez que Borja vio a su familia fue para recuperar a su gato. Le echaron hace cinco meses, cuando regresó a casa de sus padres de Madrid en septiembre de 2024, después de estar ocho años en Barcelona viviendo a su aire. A su vuelta, Borja vestía con ropa no normativa, pero sus padres “no se lo tomaron bien”, explica el joven de 33 años. Borja, quien se identifica como no binario, es uno de los muchos jóvenes que en España se enfrentan al rechazo familiar por pertenecer al colectivo LGTBIAQ+. Sin una red de apoyo sólida, estos jóvenes pueden terminar fácilmente en la calle o sin hogar.
Nacido en el seno de una familia muy autoritaria, Borja siempre supo quién era y cómo quería ser. Ante las miradas despectivas por las faldas que llevaba, este joven le explicó a sus padres que la ropa no tenía género y que él se sentía cómodo así. “Se lo dejé muy claro, les dije: ‘Oye, mira, no me puedo hacer cargo de la mirada ajena y menos de la tuya’. Pero no entendían el concepto”.
La realidad es que a Borja ya le habían echado de casa en la adolescencia. “Mi madre y yo nos enfadábamos y me echaba por una noche”, explica. Su relación en 2024 ya estaba mermada de antes, cuando, cuatro años atrás viajó unos días para visitar a sus padres. “Otra vez tuvimos una discusión muy fuerte y ella terminó levantándome la mano. Ahí dije basta. Me volví a Barcelona y apenas había contacto”. Rondaba 2021 y fue en ese mismo momento cuando Borja se adentró al chemsex. “Es una forma de mirar hacia el otro lado y de entender que el chemsex es la alarma, pero no el incendio. Cuando tienes una recaída es por todo lo que no había gestionado en mi vida. Y en mi caso era por la familia”.
La seguridad de Borja al defender su orientación es parecida a la de Sam, otro joven de Madrid menor de 30. “Puse nombre a mi orientación en 2015, cuando en el colegio tuvimos un seminario sobre sexo y hablaron de homosexualidad. Antes, solo había escuchado palabras como maricón o mariquita. Pero cuando escuché homosexual pensé: ‘Ya sé cómo definir lo que llevo sintiendo años atrás’”, explica Sam, quien ahora se identifica como no binario. Su familia –muy arraigada a la religión cristiana– le rechazó con 23 años, después de que confesara que había tenido relaciones con otros hombres, mayores que él y, en algún caso, casados.
Su primer encuentro con un hombre sucedió durante la pandemia, cuando la necesidad de experimentar iba cada vez más en aumento. Todo su entorno, —familiar, educativo y social— estaba profundamente arraigado en la comunidad cristiana y la iglesia. Su único desahogo era hablar con sus tías, quienes también pertenecían a la comunidad, pero descubrieron su homosexualidad revisando el historial de Sam en el ordenador. “Entonces empezaron a llevarme a reuniones de la iglesia sobre homosexualidad, pero en vez de ayudarme, me hacían sentir atacado. Para ellos era un pecado. Además, como estábamos en pandemia, me ponían reuniones de pastores que en algún momento dado habían experimentado la homosexualidad y luego se retractaron. Pero no me servía, ellos como mínimo habían experimentado, que era lo que yo quería hacer”.
Fue en esos momentos de exploración cuando se descargó Grindr (aplicación de citas entre personas LGTBIQ+) y tuvo su primer encuentro. “Inmediatamente después me sentí tan mal que tuve la necesidad de confesarme”. Y así lo hizo. Habló primero con sus tías y luego con sus padres, con la esperanza de que comprendieran algo que ya les había dicho cuando era niño: “Que no me gustaban las mujeres y que no quería casarme. Pero para ellos no fue solo relacionarme con un hombre, era relacionarme con un hombre durante la pandemia y que, además, estaba casado. Entonces había cometido adulterio”.
El infierno de Sam llegó inmediatamente después. “Me pusieron normas de protección, me quitaron el móvil y me dieron uno de teclas”, explica. “Tampoco podía conectarme a internet o salir de casa solo ni quedarme en casa solo. Eran unas medidas realmente extremas”. Sam aguantó en esas condiciones un año entero hasta que no pudo más y, con la excusa de tener una entrevista de trabajo, quedó con otro hombre.
Otra vez se sintió culpable y otra vez se confesó a su familia. Pero esta vez, buscaron una solución intermedia. Sus padres le pagaban una habitación en un piso compartido a cambio de que trabajara con su padre en el mantenimiento de la iglesia. “Aguanté tres meses. Psicológicamente, no estaba nada bien y trabajar con mi padre suponía tener discusiones diarias. Yo ya no les contaba nada sobre mis relaciones con otros hombres. Pero todo hacía mella y, al final, en diciembre nos encontramos físicamente y me dijeron que la situación era insoportable y que, tenía un mes para buscarme la vida. Me quedé sin trabajo y no tenía dinero”.
Si bien no existen datos sobre el sinhogarismo LGTBIQ+ de carácter estatal, desde 2022, la Mesa Técnica de atención a personas LGTBIAQ+ en riesgo de exclusión residencial de Madrid –formada por 11 entidades que dan soporte al colectivo– trata de visibilizar la realidad de jóvenes como Borja y Sam. Según su último informe publicado en marzo de este año, en 2024 unas 979 personas solicitaron alojamiento pese a que, solo en Madrid, había una disponibilidad de 65 plazas. La organización Ahora Dónde ha realizado un informe similar en Barcelona: en él señala la discriminación dentro de las familias que obliga a personas que forman parte del colectivo LGTBIQ+ a irse por voluntad propia, marcharse, en lo que sería un “abandono voluntario forzoso”.
Sin techo, expuestos a violencia
“Lo que ocurre aquí, en Madrid, es que el colapso es evidente”, explica Carlos, trabajador social de la Fundación San Martín de Porres. La falta de recursos obliga a los trabajadores a tener que descartar a personas, priorizar casos y saber que, porque no hay espacio en otras organizaciones, muchos jóvenes están durmiendo en la calle. Otras organizaciones que también disponen de pisos de acogida como Fundación Eddy o Apoyo Positivo, en Madrid, o Ahora Dónde y ACATHI, en Barcelona, también subrayan esta situación.
Después de que sus padres le dejaran sin alternativas, Sam se vio abocado al abismo. En ese momento, estaba conociendo a un chico que aparentemente era joven. “Suplantó la identidad de un joven, pero realmente tenía 60 años. Yo no estaba bien y le conté lo que me pasaba. Él se ofreció a dejarme una habitación en su casa”. Antes de entrar, Sam había solicitado un alojamiento a Apoyo Positivo, que ofrece respaldo a personas sin hogar del colectivo. “Me dijeron que no podía ser, que había lista de espera, así que acepté la propuesta del señor”. Sin embargo, solo pasó allí un mes.
El primer paso para que Sam saltara hacia su autonomía sucedió después de que, un día, “ese hombre entrara en mi habitación y abusara de mí”. “Podría haberme resistido, pero me duplicaba en tamaño y fuerza, así que me sometí. Luego me sentí muy mal. Sentí que estaba ahí a cambio de que hiciera lo que quisiera conmigo”. Esa misma tarde, volvió a llamar a Apoyo Positivo, explicó lo que acababa de vivir e inmediatamente le facilitaron un piso. También llamó a su familia, pero la única respuesta fue que “no querían saber nada de mí. No querían escuchar lo que había pasado”.
Los que no tienen la suerte de entrar directamente en un albergue o un piso se ven, en la mayoría, abocados al couchsurfing como Sam. “Muchas personas aceptan vivir en sofás a cambio de ciertos favores”, dice Rodrigo Araneda, presidente de ACATHI, una organización que da asistencia a personas migrantes del colectivo LGTBIQ+. “Es un sinhogarismo invisible, más complejo, porque te pone en situación de vulnerabilidad a la hora de tener vínculos con otras personas. Te expone a riesgos que tú no puedes controlar”, explica. La alternativa es la calle.
Sin techo y sin padrón
No es lo mismo estar en situación de calle con padrón que sin él. Borja lo comprobó al ver que sin documentación no podía acceder a muchos recursos. Pero para personas LGTBIAQ+ migrantes como Farzad y Abel, la exclusión es aún mayor, sobre todo si están en situación irregular.
Nacido en la ciudad de Arak (Irán), la familia de Farzad descubrió su orientación sexual cuando tenía 16 años. “Tenían la esperanza de que fuera algo pasajero, pero se distanciaron emocionalmente de mí”. A los 18, tras enterarse de que tenía novio, lo echaron de casa. Pasó nueve meses entre casas de amigos y la calle hasta que consiguió un trabajo en una agencia de viajes de Teherán hasta 2014, cuando apenas tenía 24 años. Sin ningún contacto con su familia, Farzad asegura que la única persona que incondicionalmente le ha querido es su hermana que tiene una discapacidad intelectual. “A día de hoy sigo guardando un regalo que me hizo antes de irme. Es un colgante de madera que aprendió a hacer en la asociación para personas con discapacidad. Ella no se imaginaba que me iría para no volver”.
Farzad reside actualmente en uno de los pisos de acogida para el colectivo LGTBIAQ+ que ofrece ACATHI en Barcelona. Y está a la espera de conseguir un trabajo y la protección que ofrece la condición de asilado. Antes, sin embargo, estuvo tres meses viviendo en la calle tras ser víctima de una estafa. Mientras estaba en Italia cursando un máster, un abogado le prometió que podría llegar a España y emprender un negocio pagando más de 41.000 euros por una serie de trámites que no llegaron a ningún sitio. Llegó en julio de 2024 a Barcelona con poco más de 700 euros y una visa italiana a punto de expirar.
Las estafas y extorsiones son factores recurrentes en los procesos migratorios que agravan la vulnerabilidad de las personas. Cuando Abel (de 27 años y originario de Venezuela) fue rechazado por su familia, escapó de su país junto a su novio. Llevaban un año juntos y no tenían dinero. Cruzaron a pie Colombia y Ecuador para llegar a Perú.
“En Colombia me secuestraron y he llegado a sufrir violencia física y psicológica. Vengo de una familia desestructurada, muy creyente, pero con un padre ausente y una madre maltratadora”, explica Abel, que ya cuenta con un permiso de residencia en España. Trabaja como artista floral, un empleo que consiguió gracias a la Fundación Eddy. “Llegué con mis ahorros y pude estar 10 días en un hotel hasta que conseguí una habitación. Pero solo pude pagarme un mes y medio. Entonces, me puse a buscar organizaciones y los encontré”.
Las redes fuera de las instituciones
“El sinhogarismo es un problema. Pero también lo es institucionalizarlo y hacer que haya personas que siempre dependen de los servicios sociales”, explica Abraham, coordinadora del Proyecto Chueco, un punto de encuentro para personas del colectivo LGTBIAQ+ en riesgo de exclusión social de la Fundación San Martín de Porres. “Entras en un circuito en el que dependes del albergue que te acoge, pero no se pone el foco en tejer una red más informal que permanezca en el tiempo”.
Proyecto Chueco se diseñó en 2023 para cubrir los vacíos que deja una red asistencial centrada en el chemsex y en modelos terapéuticos jerárquicos. Abraham explica cómo hay dos ejes que atraviesan las personas en situación de calle o exclusión: la primera de ellas es el consumo de drogas, que va más allá del chemsex. La segunda es la prostitución. “Por eso, es necesario ofrecer espacios que no criminalicen, pero que supongan un espacio de reducción de daños a la vez que ofrecen talleres, terapia y un entorno en el que las participantes puedan sentirse acogidas y escuchadas en vez de ser estigmatizadas”.
Chueco recupera el territorio con talleres de danza, cinefórums o juegos de mesa donde socializar no implique pagar ni colocarse. Porque la comunidad también se construye bailando sin drogas, leyendo juntas o compartiendo dudas sobre salud sexual.