martes, junio 24 2025

Que decida el Parlamento, no los obispos

Necesitamos que se agoten las legislaturas: que madure la política, igual que ha madurado la sociedad, y que aprendamos a buscar alternativas. Si alguien interpreta que este Gobierno no debe seguir, que constituya otra coalición viable en este mismo Parlamento

Las claves del caso Santos Cerdán

Dicen los obispos que hay que convocar elecciones porque “decir que hablen los ciudadanos es un principio básico de una democracia”. Claro que sí. Por eso la Constitución dicta que debe haber elecciones cada cuatro años.

También es un principio básico de la democracia que haya estabilidad. Por eso la Constitución no manda que haya elecciones cada semana, ni cada mes, ni cada cuatro meses, sino cada cuatro años. Por la misma razón, el sistema electoral se diseñó para favorecer el bipartidismo: pensaban entonces las élites políticas que una alternancia en el poder de dos grandes partidos daría estabilidad al país.

Durante las décadas en que esos dos partidos se repartieron tres cuartas partes del electorado, el resultado era un sistema casi presidencialista, de esos donde los ciudadanos eligen al presidente en elección directa. Como los partidos eran estructuras monolíticas con un líder supremo y solo había dos, si el presidente no era uno, tenía que ser necesariamente el otro. De manera que aquellas dos formaciones empezaron a comportarse casi como si fueran dos manifestaciones de un partido único: la cara y la cruz del mismo mecanismo.

Pero hoy ya no vivimos en ese momento histórico. Nos hemos convertido en un país más sofisticado, donde la gente exige muchos matices a los partidos políticos. Igual que demandamos más periódicos, más canales de televisión, más formas de ver el mundo, queremos un espectro político que sea capaz de representar con más eficacia la diversidad –generacional, ideológica, regional, ética– de la sociedad. Tan fuerte es esa pulsión que se ha llevado por delante al bipartidismo, pese a su ventaja de salida. Por eso –y no por una especie de desviación maligna del tiempo presente– hoy hay muchas opciones distintas en el parlamento.

Esto es, por otra parte, lo mismo que ocurre en los países de nuestro entorno. En Europa, salvo en los lugares donde el sistema electoral bloquea esa posibilidad –como Reino Unido–, lo habitual es que haya entre cinco y ocho grandes partidos que forman distintas coaliciones. Tanto es así que hoy se cuentan con los dedos de una mano los gobiernos en la UE que no son fruto de un acuerdo de varias formaciones.

Por desgracia, en España, la transición entre aquella alternancia bipartidista y pluralidad actual ha sido sinónimo de inestabilidad. Durante un tiempo que pareció una eternidad, tuvimos varias elecciones extraordinarias que –merece la pena recordarlo– no condujeron a ninguna parte: ni con el PP en el poder, ni con el PSOE. Cada una de las veces que el político de turno le devolvió la pelota a la ciudadanía para que le resolviera la papeleta de la gobernabilidad, los votantes respondieron con un nuevo puzle parlamentario igual de complejo que el anterior, o más.

No es de esperar que unas nuevas elecciones cambien esa dinámica. Es más: si hubiera una nueva convocatoria, es más que probable que accediera al parlamento alguna fuerza política similar a las que han llegado al Parlamento Europeo, que ya tienen sobre la mesa varias acusaciones de corrupción. ¿Qué ocurriría si, como es previsible, entrase al Congreso un grupo similar al de Alvise Pérez? ¿Sería más estable este país? ¿Menos corrupto?

Ninguna convocatoria electoral nos va a devolver a aquel pasado donde dos partidos monolíticos se alternaban en el poder. Como mucho, cambiará mínimamente el equilibrio de fuerzas. Esa estabilidad y esa solidez que antes nos ofrecía la alternancia política hoy la tenemos que buscar en el parlamento, que es lo que votan los ciudadanos. Necesitamos un parlamento ágil y capaz de tomar las riendas del país; de cambiar al gobierno si es necesario o exigir las modificaciones y las responsabilidades que considere pertinentes. Y no tendría que ser difícil, porque ya lo tenemos: en el Congreso hay mucha gente y muchos grupos con un compromiso histórico con la estabilidad y el progreso del país. Por eso el parlamento es una institución tan estable hoy como hace 40 años.

Pero para que esto ocurra necesitamos que se agoten las legislaturas: que madure la política, igual que ha madurado la sociedad, y que aprendamos a buscar alternativas y a explorar las oportunidades parlamentarias de este tiempo nuevo. Por eso creo que no hay razones para que el actual Gobierno dimita: si alguno de los partidos de la coalición decide retirarle su apoyo o el presidente decide no seguir adelante, la solución en una democracia parlamentaria no es convocar elecciones, sino convocar una nueva elección en las Cortes.

Nos hemos vuelto tan locos que esta idea resulta radical cuando no lo es: es lo normal. En Reino Unido, en la legislatura que terminó hace unos meses, los tories tuvieron tres primeros ministros distintos. En Italia, Mario Draghi llegó al poder con el mismo parlamento que había elegido –en dos ocasiones en la misma legislatura– a Giuseppe Conte. Y en España, en 2018, Mariano Rajoy se negó a convocar elecciones cuando su partido fue condenado por corrupción alegando, en línea con sus colegas europeos, que su legitimidad residía en el parlamento y no había razón para convocar elecciones cuando existe el mecanismo de la moción de censura para el que pueda usarlo. Y cuando el parlamento constituyó una nueva mayoría, con toda la normalidad, eligió un nuevo presidente.

Exigir, por la vía de la presión mediática –o de los obispos– que dimita el gobierno, pese a que conserva su mayoría parlamentaria, no solo no es democrático, sino que es una perversión interesada y profundamente anticuada de la democracia. Y una de la que no habríamos oído ni hablar si el PP no hubiera volado todos los puentes con los partidos nacionalistas y fuera incapaz de formar otra mayoría.

La estabilidad no es un capricho. Cada vez que se convocan nuevas elecciones toda la agenda legislativa, que ha llevado años empujar, decae y debe empezar de nuevo. Si hubiera una convocatoria electoral hoy, decaerían la Ley de Familias, la ley contra la trata, la ley sobre salud mental y la que reconoce el derecho al olvido oncológico, entre muchas otras.

Pero es que, además, un resultado electoral es un mandato de los votantes. Y entonces a mí se me ocurre la siguiente idea, y es que los partidos dejen de devolverles el marrón a los ciudadanos. Si alguien interpreta que este Gobierno no debe seguir, que constituya otra coalición viable en este mismo parlamento, en el que ya están representadas todas las sensibilidades políticas del país.

Y si no, señores, a trabajar, que es para lo que les han elegido.