Un día tu hijo te pregunta por la ley del “solo sí es sí” y comparte el chascarrillo de que va a necesitar un contrato para ligar. “En otras partes las mujeres sufren mucho, pero en España dime en qué estáis discriminadas”, dice el que no ha faltado a un 8M hasta los 13 años. Ahí está, la ‘red flag’ del posmachismo
No he visto Adolescencia -la archifamosa serie de Netflix- porque siento que no puedo. Porque lo que les pasó a esos padres en la ficción, pasa en la realidad. Porque ese miedo se nos ha instalado en las familias de este siglo, con y sin serie. No la he visto porque sé que me va a remover. Y quien cría adolescentes necesita información, pero también algo de paz de espíritu.
Hubo un tiempo en el que yo tenía algunas certezas. Creía tener la receta para educar a un hijo y una hija de forma que, cuando crecieran, se comportaran -más o menos- como yo imaginaba. Me daba pavor criar hijos tiranos, así que seguí mi hoja de ruta supuestamente infalible. Muchas noches de cuentos, muchas horas de parque, mucha comunicación con el colegio, muchos achuchones, mucho predicar con el ejemplo y mucha conversación.
Lo peor fue reconocer que la fórmula no funcionaba. Eso fue desconcertante. Yo creía en el poder absoluto de la educación como en una religión. Y como ocurre en las religiones, no me cuestioné el dogma antes de empezar a criar. Me sabía el catecismo: de padres que leen, hijos lectores. De progenitores que no tiran un papel al suelo ni hablan alto en el metro, descendientes cívicos. De madres solas y luchadoras, hijos feministas. Y no. O no siempre. O no en todo.
En la infancia, las madres nos sentimos tan imprescindibles que larvamos un cierto sentimiento de ser todopoderosas. No lo reconocemos, pero cuando puedes curar las heridas de una caída con un beso, tienes poder. Estás en tu pico de influencia. Cuando aterriza en tu casa la adolescencia, quieres creer que como has hecho A+B, va a ocurrir C. La fórmula. Pero no.
Ya no eres la referencia principal en la vida de tus hijos. Ahora desatas el efecto oposición. El gobierno no hace nunca nada bien. Empieza la polarización familiar, que deja en mantillas a la del Congreso cuando encima la crianza se construye en dos casas, con padres separados, que siempre dejan resquicios en el mensaje único por mucho que intenten alinearse. No es el único factor agravante, pero es un señor factor.
En realidad, sabías que este momento llegaría, pero no lo querías ver. Cosas de la fe. Te acuerdas de aquel compañero anarquista del instituto que se colgaba candados en las botas, hijo de un juez ultraconservador. Pero lo considerabas una falla del sistema, algo que a ti no te iba a pasar, porque tú habías seguido LA FÓRMULA.
El contrato para ligar
Un día tu hijo te pregunta por la ley del “solo sí es sí”. Y comparte el chascarrillo de que va a necesitar un contrato para ligar. “En otras partes del mundo las mujeres sufren mucho, mamá, pero en España dime en qué estáis discriminadas”, dice el que no ha faltado a una manifestación del 8M hasta los 13 años. Ahí está, la red flag del posmachismo.
Y te pones en guardia. Y provocas largas conversaciones en las que aparecen desde las ‘kellys’ hasta todas las que dejaron su trabajo para criar porque, total, cobraban menos y sus puestos eran de poco valor. Y la carga mental. Y las connotaciones, porque no significa lo mismo un tío zorro que una tía zorra. Entonces, de repente, asiente. “No lo había pensado, mamá, pero es verdad que a igual vida sexual intensa, a ellas se las considera unas guarras y nosotros tenemos galones”. Aleluya; por ahí sí entiende.
Y al final, la frase: “Si yo soy feminista, pero como tú, no como las de ahora”. Que al principio hasta te enorgullece, pero luego caes en la cuenta de que te has convertido en una estatua oferente, en una Dama de Elche de piedra. Tu feminismo está bien porque no le interpela tanto en su vida como el de sus iguales.
Me cuestionaba sin parar de dónde habían salido esos ramalazos machirulos si lo que le hemos enseñado en casa y en la escuela es lo contrario. Pues por eso, me dijo. Cuando la educación emocional y la formación en igualdad son tan obligatorias como una clase de matemáticas, o te la saltas o la odias. Un argumento sin fisuras. Toca entonces manejar el miedo (a que tu hijo te caiga mal, a que no lo reconozcas), el desconcierto, y ay, la culpa. Qué no le expliqué bien, en qué punto me pasé de seria y le agobié, en qué detalle pequé de frívola. Por qué no fui capaz de prever la reacción a la contra, por otro lado tan previsible. Al principio, lo vives como una culpa propia, individual. Una culpa sin colectivizar.
La manosfera existe
Parece mentira que haga falta una digestión tan larga para reconocer lo obvio: que las chavalas y los chavales salen al mundo, que has dejado de ser el faro de la influencia y que, al menos de momento, sus fuentes de información (y de emoción) son otras. Que el despertar de la sexualidad está ya aquí y deja sus marcas. Que aunque hayas retrasado hasta casi los 14 años la edad de tener un móvil, el mundo adulterado por el aspiracionismo y los filtros ha entrado en su cabeza, en sus vidas. Cuando te pones tremenda, piensas que a esa edad tú te habías leído el Segundo Sexo de la Beauvoir y ahora tu hija lo que te recita son las marcas de cosméticos que lo petan en el Primor. Si te pones menos tremenda, piensas que no son incompatibles.
En fin, que ahora eres residual, como todo lo que baja del 5% en las encuestas. Te tranquiliza que tu chaval tenga criterio, pero no que pase horas viendo al Xocas en YouTube o escuchando Ninfo de JC Reyes. La certeza es que la manosfera existe y que él la mira, aunque sea de refilón. La otra certeza es que afortunadamente tiene con quien contrastar y que está bien cuestionarse los porqués, que para eso le enseñé espíritu crítico.
Y está bien que me pregunte, aunque las preguntas duelan. El silencio es mucho más peligroso, y si no, que se lo digan a los padres de Jaimie, confiados en que habían criado a un chico tranquilo e introvertido, de los que no dan problemas, en su ciudad de provincias inglesa. Lo hicimos bien -se decían-; no sale de fiesta; no se pega con nadie. Y mira.
Han pasado tres años desde que sonó la alarma. Tres años de intentar no juzgar, pero de no dejar pasar una duda. Hace poco mi hijo me dijo que él quiere ser cada día mejor persona. Yo creo que eso incluye ser mejor hombre. Me tranquilizó. Pero ver Adolescencia va a ser demasiado. Aunque confíe en que, al final, la fórmula dé algún resultado.
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