Florence Pugh y Sebastian Stan, intérpretes excelentes que algún día ganarán el Oscar, hacen lo que pueden con una tímida mezcla de ‘Guardianes de la galaxia’ y ‘Escuadrón suicida’
Si bien suele citarse la primera Vengadores, es más probable que fuera Guardianes de la galaxia la película que consolidó de forma decisiva el modelo de Marvel Studios. El mismo director creativo Kevin Feige lo admitió años más tarde, con el estreno de la tercera aventura de estos antihéroes galácticos. Entonces prefería justificar este esfuerzo como una forma de decir que “no querían limitarse a hacer películas de superhéroes”, pero lo auténticamente significativo estribaba en que dichos personajes antes eran totalmente desconocidos para gente ajena a las viñetas. Los Guardianes querían llevar gente al cine en base exclusivamente a la marca Marvel Studios.
Marvel logró cambiar Hollywood con un motor narrativo propio y autocombustible: los cómics solo eran un punto de partida, no una condición para unirse a la fiesta. Y Guardianes de la galaxia lo demostró en 2014 con personajes interesantes por sí mismos, capaces de seguir seduciendo sin Iron Man e incluso de llevar un modelo velozmente estandarizado a lugares sorprendentes. La película de Gunn presentaba de golpe a toda una agrupación heroica, sin necesitar historias de orígenes entrelazadas detrás. Fue un golpe sobre la mesa. Una demostración de fuerza.
Gunn no ha sido el último en atreverse a algo así. Chloé Zhao lo intentó en 2021, siendo Eternals la película peor recibida del Universo Cinematográfico de Marvel a costa de su solemnidad y de la compleja mitología que necesitaba trabajar para que estos nuevos héroes se hicieran entender. Ahora le toca el turno a Thunderbolts* corrigiendo aquello en lo que pudo fallar Zhao —nada de caras serias, que vuelva el humor macarra— sin ajustarse del todo a la jugada primigenia de Gunn. Porque a estos personajes ya los conocemos. Las formaciones clásicas de los cómics habrían precisado de tantas presentaciones en sociedad como Eternals, y Marvel no quiere arriesgarse a esto.
Así que los distintos miembros de esta formación antiheroica salen de distintas películas y series del UCM. Son algo así como los pringados que nadie quiere, las sobras. Y, como no dejamos de venir de donde vinimos, los Thunderbolts* son conscientes de eso. Hacen sus chistes y tal.
Por qué deberían importarnos estos tipos
La idea de darle una película a los Thunderbolts vino del propio Gunn. Ocurrió en 2014, cuando tras triunfar con Guardianes se preguntó a qué otros personajes excéntricos podía arrimarse. La tentativa quedó en nada porque prefirió atarse a Rocket y compañía, y porque al desplazarse a DC se topó con un grupo más atractivo: el Escuadrón suicida. La película previa de esta formación, en 2016, había sido un fracaso por su desesperada necesidad de, justamente, parecerse a Guardianes de la galaxia.
Podríamos proponer que el estilo de Gunn se ha convertido en diez años en una marca propia, que trasciende el binomio Marvel/DC y nos habla de un tipo específico de personajes. Lo cual tiene su gracia porque la siguiente película que prepara —la primera como director desde que preside DC Studios— es todo un Superman: el justiciero más famoso y canónico con diferencia. La industria superheroica ha dado muchas vueltas en todo este tiempo, y a medida que se va solidificando su declive es más difícil darle credibilidad artística a proyectos como Thunderbolts*. Una película que no solo intenta copiar el modelo Gunn, sino que además lo hace con personajes reciclados.
Así que Thunderbolts* quiere facilitar el reconocimiento. En la película se dan cita los recuerdos de productos tan variados como Viuda Negra, Falcon y el Soldado de Invierno o Ant-Man y la Avispa, no en aras de despertar una nostalgia como tal—porque apenas ha pasado tiempo de ellos, y porque ninguno era especialmente bueno— sino de estirar una fidelización ya plenamente pavloviana. Todo dentro de la misma lógica que fundamenta el atractivo de cada nuevo título a partir a los “regresos”, y que estalló a finales del pasado mes de marzo con una escena pesadillesca: un streaming de más de cinco horas donde se iba identificando poco a poco qué actor volvía en la próxima Vengadores: Doomsday a través de sillas con su nombre. Cerca de 100.000 espectadores tuvo la retransmisión.
‘Guardianes de la galaxia’ es el gran modelo al que se ajusta la película
Con Thunderbolts* pasa, por otro lado, que no son personajes de primera fila. Son, insistimos, las sobras. Aunque hay algún actor de buen perfil entre ellos y es lo que garantizó en el mismo mes de marzo algo totalmente inverso al juego de las sillas: un tráiler de Thunderbolts* copiando el estilo de las producciones indie de A24 con la excusa de que varios miembros de su reparto y equipo habían trabajado en ellas. A través de Florence Pugh (nominada al Oscar por Mujercitas) o Sebastian Stan (que aspiró hace poco a la estatuilla por The Apprentice), Thunderbolts* quería distanciarse del resto de Marvel. Quería ser otra cosa, más parecida a lo que pudiera hacer Gunn.
Pugh y Stan son dos grandes intérpretes, en efecto, y Thunderbolts* es una película más solvente que las últimas de Marvel gracias en buena parte a ellos. Es decir, Stan se pasa la mayor parte del metraje con cara de impaciencia por cobrar el cheque, y a Pugh le hace polvo su acento ruso de dibujo animado, pero la presencia de este Soldado de Invierno y esta Yelena Belova (nueva Viuda Negra tras la muerte de su hermana, la Viuda Negra original de Scarlett Johansson) se agradece. Dignifica una película que, condenada a la inercia de ser un émulo de Guardianes de la galaxia —el Escuadrón suicida del UCM, también se le ha llamado—, conserva su ingrediente más importante.
La revancha de los perdedores
A los personajes del modelo Gunn, antes que su moralidad difusa —por mucho que al director de El Escuadrón Suicida le guste la violencia exagerada—, les define mejor la insistencia en que son unos “perdedores”. Vertebran una retórica underdog, una imagen de marginados, que se define por oposición a los superhéroes más conocidos y “blancos” —los Thunderbolts frente a los Vengadores— y alumbra una serie de idearios más o menos agradables en torno al tormento psicológico y la necesidad de aliviarlo a través de la familia encontrada.
Lo primero que hacen los Thunderbolts en la película, cuando se encuentran, es intentar matarse entre ellos. El director Jake Schreier (responsable de videoclips y de un young adult con Cara Delevingne que no estaba mal, Ciudades de papel) rueda este encuentro con una incompetencia que nos sorprendería si no viniéramos de donde vinimos, y tras la cual a la ficción no le queda otra que intentar entretener desde el lado emocional. Estos Thunderbolts* —el irritante asterisco se debe a un giro que no cabe revelar, pero que incide en su carácter de segundones— tendrán que aprender a trabajar en equipo una vez les traicione Valentina Allegra De Fontaine (Julia-Louis Dreyfus como una suerte de Nick Fury malvado), con los enredos e insultos esperables.
Florence Pugh lidera los Thunderbolts como Yelena Belova
Puestos a medir el valor de Thunderbolts* según la escuela a la que se adscribe —y que ya ha dado el salto más allá de DC y Marvel, como demostró la también muy mediocre Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones—, las interacciones de sus personajes no están demasiado inspiradas. Fruto de la escasez de matices de estos Thunderbolts sus intercambios verbales carecen de chispa y la película, si bien se esfuerza en reunirlos a toda velocidad, no logra transmitirnos la idea de equipo disfuncional pero encantador que tan necesario resulta en este terreno.
A nivel puramente lúdico —y con la excepción puntual de David Harbour como la desastrosa figura paterna de Yelena Belova—, Thunderbolts* es un fracaso considerable, que no logra nunca ni ser gamberra ni entrañable. Lo curioso es que esto no se debe únicamente a una escritura deficiente, sino a que el argumento prefiere enfatizar el trauma de un personaje que no pertenece del todo a este desafortunado grupo: el Bob que interpreta Lewis Pullman. Llamado a ser una amenaza cuyos poderes dejan muy atrás lo que puedan hacer los Thunderbolts, la dinámica que establece con estos apunta a ser similar a la de Adam Warlock (Will Poulter) con los Guardianes de la Galaxia en la última película de Gunn, aunque pronto se convierte en algo mucho más central.
Gunn solo quería reírse, a través de sus queridos personajes, de la seriedad marcial de Warlock, mientras que Bob en Thunderbolts* canaliza los fracasos vitales de los protagonistas y aboca a un enfrentamiento de cierta complejidad. La película de Schreier, en su tercer acto, se vuelca a un considerable dramatismo, una vez Bob asume sus poderes y se convierte en una amenaza no solo peligrosa sino también algo así como incómoda. Una amenaza que obliga a cada antihéroe de pacotilla a hacer las paces consigo mismo y empuja a Thunderbolts* al terreno de la ficción terapéutica de una forma mucho más directa de lo que nunca haya planteado Gunn.
No es algo necesariamente bueno. De hecho, y tras la inicial sorpresa, esta obsesión por la salud mental pronto se hace repetitiva —enrocada como está en lo que no deja de ser una moda discursiva de este momento cultural—, y tampoco logra liberar a Thunderbolts* de la sensación de trasnochado déja vu. Un déja vu que, por otra parte, quiere contar algo, y eso es más de lo que se puede decir del 90% de propuestas de Marvel que han llegado tras Vengadores: Endgame. Tocará celebrarlo.