domingo, abril 27 2025

Martín, el niño sin domingos ni recreos: «Con diez años me encerraba en mi habitación e intentaba dejar de respirar»

Cuando era tan solo un niño sufrió una agresión física en el colegio con graves consecuencias para su salud: esta es la infancia de acoso escolar del chico que solo quería tener amigos

Antecedentes – Cuando el recreo es un infierno: resolver un caso de acoso escolar puede dilatarse durante todo el curso

Martín creció sin domingos ni recreos. La víspera del lunes ya rumiaba las sombras de lo que le esperaba durante la semana escolar. El patio del colegio siempre fue un jardín sin alegría, media hora amarga de temor y soledad que trataba de esquivar aislado en un rincón.

Empezó el primer día de clase, en el pupitre de Primaria. Sus compañeros de clase, que tenían seis años, decidieron que era demasiado crío porque seguía jugando con plastilina y coches en el recreo. Así fue como se convirtió en diana de burlas e insultos. “Fueron muy crueles conmigo”, lamenta.

Abría la mochila y encontraba rotos sus pequeños coches de juguete. “Se ponían a reírse a mi alrededor, me empapaban de agua los libros”, recuerda. Hasta la clásica ‘broma’ de la silla con pegamento. Allí se quedaron los pantalones que llevaba ese día entre el alborozo y los aplausos de la clase. “Cosas de niños”, restaban importancia los maestros del colegio, una cooperativa cántabra de enseñanza laica.

El niño que solo soñaba con tener amigos habitó en la soledad de un recreo hostil ante la indiferencia de los profesores y la ignorancia de su familia, que no acertaba a descifrar por qué siempre estaba triste. “Nunca les decía nada para no preocuparles, pero solo estaba feliz los viernes y los sábados, el resto era sufrir”, admite.

“Yo era un niño patoso por un problema de lateralidad cruzada”, explica. “No controlaba bien las distancias y me tropezaba constantemente”. En una ocasión, jugando al fútbol, no fue capaz de defender un gol y le agredieron. Tenía 8 años. No fue la única vez.

Entre los episodios más dolorosos que recuerda evoca un día en que tres chicos se le acercaron en el recreo. “Resultó que solo querían sacarme información para burlarse de mí delante de toda la clase”. En el patio reunieron a todos los niños de clase y le pegaron. Acabó sangrando por la nariz y les castigaron sin recreo. Pero las agresiones no frenaban. Otro día mientras huía de sus acosadores para que no le pegasen tropezó con un niño más pequeño y le tiró al suelo. Los profesores castigaron a Martín.

“El problema era yo y mi presunto comportamiento aislado, al final era el ‘pupas’, el que me quejaba por quejarme, cuando siempre estaba intentando estar al lado de los profesores para estar protegido”, subraya en conversación de elDiario.es, rememorando unos años que le cuesta recordar.

En cuarto de Primaria decidieron juntar en grupos las mesas individuales. “Me ignoraban cada vez que hablaba: cállate -me decían- yo era el bobo”. “Estaba tan deprimido que ya ni luchaba, estaba totalmente aislado”. Recuerda que el grupo de clase se puso un nombre: ‘Los 4 y el perro’. “El perro era yo. Al profesor le decían que era mi animal favorito, pero era mentira”, suspira.

“Hubo momentos muy duros”, confiesa. “Con diez años me ponía a llorar con ganas de quitarme la vida. Era mi rutina cada semana: me ponía a hacer los deberes, me encerraba en mi habitación e intentaba dejar de respirar. Pensaba en mis padres y paraba”.

Con diez años me ponía a llorar con ganas de quitarme la vida. Era mi rutina cada semana: me ponía a hacer los deberes, me encerraba en mi habitación e intentaba dejar de respirar. Pensaba en mis padres y paraba

Martín
Víctima de acoso escolar

Los profesores le decían que hablase con ellos si tenía algún problema. Pero cuando lo hacía respondían: “Es que yo no veo que te peguen”. No intervenían nunca, hasta que finalmente un día presenciaron una de las agresiones. Entonces llevaron a Martín a un sesión con el orientador, le escuchó y habló con los acosadores. “No lo van a volver a hacer”, le dijo muy serio. “Fue peor, me pegaron otra vez, pero el orientador no volvió a intervenir”.

También le reprocharon que estaba sacando malas notas. Al final todo acababa igual: llamaban a sus padres y la culpa era suya. Su hijo tiene problemas de conducta, les decían. Los niños iban madurando y cuando acabó el sexto curso consiguió tener tres amigos, seguía sufriendo acoso, pero ya no estaba solo.

Al empezar la ESO los acosadores se fueron del colegio y se acabó la pesadilla. “Mis padres ya estaban contentos porque me venían sonreír”, recuerda. Pero la alegría fue demasiado efímera. La fecha del 21 de diciembre de 2016 está grabada en su memoria. Faltaba poco para que Martín cumpliese 12 años. Eran los últimos días de colegio antes de Navidad y tenían una hora libre. Jugaban al balón prisionero en el patio. Otro grupo de chicos disputaba un partido de fútbol. Llegó un balón a los pies de Martín, chutó y al darse la vuelta se le encaró un chico mayor, de gran envergadura física. Cinturón negro de kárate, supo después. Fuera de sí -llamando zorra a gritos a la madre de Martín- le pegó un puñetazo en el cuello que le desató un dolor intenso, mareos y vómitos. No podía mover el cuello. Le dieron una infusión de manzanilla y un ibuprofeno. Tumbado en el patio del colegio esperó tres horas, hasta que los responsables del centro se decidieron a pedir una ambulancia.

Aquel golpe desató otro duro y largo invierno. Lo que parecía una contusión cervical se convirtió en un via crucis que duró dos años en los que no podía dormir más de dos horas al día. La única compañía de esas noches fue la radio. Vértigos, migrañas, calmantes tan fuertes que apenas podía levantarse de la cama: estuvo dos años sin salir de casa.

“Un viernes por la noche empecé a convulsionar, no podía ver nada, me dolía mucho la cabeza: fue mi primer ataque de epilepsia”, recuerda. Después empezaron los problemas de hipersensibilidad. Cualquier roce le producía un extraordinario dolor.

Los médicos concluyeron que somatizaba y recomendaron a sus padres no hacerle caso. Al final resultó que la agresión en el colegio le había provocado una rectificación cervical: tenía girada la vértebra del cuello y dos hernias discales. También llegó entonces el diagnóstico de la fibromialgia. Fue otro largo episodio de incertidumbre, dolor e incomprensión que ha derivado en una discapacidad del 37%.

Hace dos años Martín llegó a la Universidad. Es un buen estudiante, tiene amigos y ha aprendido a convivir con los efectos de su enfermedad: la niebla mental, el cansancio y el dolor. A los pocos días de empezar el curso se tropezó en el pasillo con su agresor. Compartían espacio de nuevo, después de tantos años. Probablemente, no tiene ni idea del volcán que desató su puñetazo. Pero ahora Martín tiene un ejército de compañeros que no se separan de él ni van a mirar hacia otro lado.