Mdina no es grande ni ruidosa, ni está llena de cosas que hacer. Y precisamente por eso es uno de esos lugares que se quedan grabados en la memoria. Calles de piedra, luz dorada y una calma que no se encuentra en cualquier destino
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En el centro de Malta, encaramada sobre una colina y envuelta por una muralla, se esconde Mdina. Es pequeña, tranquila y muy diferente a cualquier otra ciudad que hayas visto en la isla. La llaman ‘la ciudad del silencio’ y, en cuanto cruzas sus puertas, entiendes por qué: aquí no hay tráfico ni prisas ni ruido. Solo callejuelas de piedra, palacios nobles, iglesias antiguas y ese ambiente pausado que invita a caminar sin rumbo.
Mdina tiene algo especial. Será por su historia, por su luz, por el sonido de tus propios pasos al avanzar entre muros centenarios. O porque, aunque es muy turística, sigue siendo un lugar que se deja descubrir poco a poco, sin necesidad de filtros ni de cumplir con ‘los imprescindibles’ de los viajes apresurados.
La Puerta de Mdina o Puerta de Vilhena es la que nos da acceso a la ciudadela fortificada.
Una ciudad con siglos a la espalda
Mdina es una de las ciudades más antiguas de Malta. La fundaron los fenicios hacia el año 700 a. C. y desde entonces ha pasado por manos romanas, árabes, normandas… y así hasta convertirse, durante siglos, en la capital de la isla. Tenía sentido: al estar lejos del mar y en lo alto de una colina, era fácil de proteger. Luego llegaron los Caballeros de Malta y decidieron trasladar la capital a La Valeta, más cercana al puerto, pero Mdina se quedó ahí, como congelada en el tiempo.
Durante la época romana, se construyeron villas y palacios, y se cree que el gobernador Publio residía aquí cuando acogió al apóstol San Pablo tras su naufragio en Malta. Más tarde, bajo dominio árabe, se reforzó el carácter cerrado y laberíntico de su urbanismo, algo que todavía se nota hoy. Con la llegada de los normandos en el siglo XI, se ampliaron las fortificaciones y se excavó un foso para aislarla aún más del exterior. La ciudad llegó a su apogeo como símbolo del poder aristocrático en la Edad Media. Tras el terremoto de 1693, muchos edificios fueron reconstruidos en estilo barroco, pero siempre respetando esa armonía sobria que caracteriza a Mdina.
Y ahí sigue. Pequeña, sí, pero repleta de detalles. Sus muros color miel, sus portones nobles, las ventanas enrejadas, las iglesias en cada esquina… Toda ella es un ejemplo de cómo la arquitectura puede contar una historia sin necesidad de palabras.
No es un decorado, Mdina llama la atención en cada rincón.
Pasear por Mdina, sin prisas
Lo mejor para visitar Mdina es tomárselo con calma. Con unas cuatro o cinco horas tienes tiempo de sobra para recorrerla entera, es pequeña, pero no hace falta verlo todo corriendo. Al contrario. Es una ciudad para perderse por sus calles estrechas, para dejarse llevar y observar con atención. Y si puedes, visítala por la tarde. A medida que cae el sol y se van marchando los grupos organizados, la ciudad cambia. La piedra se vuelve dorada, las farolas empiezan a encenderse y Mdina se transforma en un lugar íntimo y casi mágico. No exageramos: cuando hay poca luz y pocos turistas, el silencio aquí se siente de verdad.
Puedes empezar la visita por la Puerta de Vilhena, la entrada principal a la ciudad. Es una construcción imponente, barroca, decorada con esculturas y escudos. Al cruzarla, te verás de lleno en un casco histórico que parece sacado de otra época, porque efectivamente pertenece a otro tiempo.
Uno de los lugares más destacados es la Catedral de San Pablo, construida en el siglo XI y reconstruida después del gran terremoto. Su interior sorprende: tiene frescos, esculturas, suelos de lápidas y un ambiente solemne pero acogedor. Al lado, el Museo de la Catedral guarda reliquias, obras de arte y objetos curiosos relacionados con la historia religiosa de Malta.
También merece mucho la pena el Palazzo Falson, una casa noble medieval perfectamente conservada. Por dentro parece un museo lleno de antigüedades, pinturas, muebles antiguos y hasta una biblioteca con más de 4.000 libros. Lo que más llama la atención es su autenticidad: todo está colocado como si su último propietario, el capitán Gollcher, acabase de salir por la puerta. Se puede ver su colección personal de espadas, cerámicas, relojes y hasta monedas raras. Es un lugar fascinante para hacerse una idea de cómo vivía la nobleza maltesa.
Las calles de Mdina.
El otro gran palacio de la ciudad es el Palazzo Vilhena, nada más entrar, a mano izquierda. De estilo barroco francés, fue diseñado por el arquitecto Charles François de Mondion en el siglo XVIII. Durante años funcionó como hospital y, desde hace tiempo, alberga el Museo de Historia Natural de Malta. Más allá de las colecciones, lo interesante es el edificio en sí: su fachada sobria, el patio con la cruz de Malta en piedra y los detalles arquitectónicos que se conservan tres siglos después.
Si te interesa la historia religiosa, puedes acercarte al Convento de las Carmelitas, fundado en el siglo XV gracias a una noble que donó tierras y capilla a la orden. Hoy aún conserva algunas estancias que se pueden visitar, y su iglesia está llena de frescos preciosos.
Y entre parada y parada, lo mejor es simplemente pasear. Camina por la Triq il-Villegaignon, la calle principal, y piérdete por las callejuelas laterales. Fíjate en los detalles: los balcones con flores, los tiradores de las puertas, las tiendas de artesanía con figuras de vidrio y caballeros malteses en miniatura. Desde lo alto de las murallas también tendrás unas vistas espectaculares del paisaje maltés.
Y si el paseo te abre el apetito, aprovecha para probar algo típico. Un pastizzi caliente (una especie de empanadilla rellena de ricotta o guisantes) o un estofado de conejo son clásicos que te darán una buena idea de la cocina local.
Mdina al completo.
A un paso de Mdina: Rabat y las catacumbas
Justo al salir por la Puerta de los Griegos, estarás prácticamente en Rabat, una ciudad vecina que se fundió con Mdina con el paso del tiempo, aunque cada una sigue teniendo su carácter. Rabat es menos monumental, más del día a día. Pero tiene su gracia. Aquí puedes ver cómo es la vida local maltesa de verdad. Hay pastelerías de barrio, plazas tranquilas y una calma que invita a sentarse un rato a observar.
Además de su ambiente cotidiano, Rabat guarda algunos tesoros históricos. Puedes empezar por la Domus Romana, un pequeño museo construido sobre una antigua villa romana con mosaicos muy bien conservados. Ofrece una imagen bastante clara del lujo en que vivían algunas familias romanas en Malta. A pocos pasos de allí está el Museo Wignacourt, que ocupa un palacio barroco y conserva una colección de pintura religiosa y restos arqueológicos de distintas épocas. Lo más interesante se esconde bajo tierra: los antiguos hipogeos conectados con la iglesia de San Pablo.
Catacumbas de Santa Águeda, en Rabat.
Pero si hay algo que no te puedes perder son las catacumbas de San Pablo y Santa Águeda. Bajo tierra se extienden más de cuatro kilómetros de túneles y salas excavadas en la roca. Son antiguas necrópolis utilizadas por fenicios, romanos y cristianos, y se cree que fueron clave durante los tiempos en que el cristianismo era perseguido en el Imperio. Se conservan tumbas de todo tipo, algunas enormes, otras muy sencillas, y todas con una señalización muy clara para entender lo que estás viendo. Es una visita muy interesante, algo distinta y que complementa muy bien la experiencia en la medieval ciudad de Mdina.