Hace mucho que las bolsas se emanciparon de la economía real y hasta de la realidad misma, incluidas las leyes de la física; pero seguimos pensando en ellas con un imaginario de hace décadas, y adorándolas o temiéndolas como a dioses
Esta semana pasada las bolsas mundiales han hecho muchas cosas. No han parado de hacer cosas. Las bolsas han respondido, han reaccionado, se han puesto nerviosas, han enloquecido, sufrido, castigado, despertado, celebrado, desatado la euforia y rebajado la euforia, mostrado optimismo y recuperado la tranquilidad, disparado el entusiasmo y aflojado el entusiasmo. Todos los verbos anteriores, tomados de titulares de esta semana, tuvieron como sujeto a las bolsas. Cómo nos gusta antropomorfizar a los mercados, convertirlos en seres vivos.
Seres vivos, o más bien seres divinos. Dioses terribles que debemos escuchar, interpretar, temer. Un oráculo. Esta semana volvimos a mirar a las bolsas con miedo y reverencia, para ver cómo se tomaban la guerra arancelaria: terremoto bursátil, tormenta en las bolsas, desplome, hundimiento, crac, grandes pérdidas, semana negra, caos; y luego recuperación, subida, resurgen con fuerza, se disparan, pero cuidado, no nos confiemos: montaña rusa, volatilidad, incertidumbre, inestabilidad, en cualquier momento regresa el terremoto, la tormenta, el desplome.
Me divierte la relación que tenemos con las bolsas. Me río por no llorar. Da igual que nos expliquen mil veces que son un casino con cada vez menos conexión con la economía real (“la Bolsa no es la economía”, recordaba hace pocos años Paul Krugman). Da igual que sepamos de sobra que las subidas y bajadas responden a movimientos especulativos antes que a la buena o mala marcha de economías nacionales y empresas. Da igual conocer que más de la mitad de las órdenes de compra y venta son puramente especulativas, tomadas en fracciones de segundo por algoritmos, robots y ahora también inteligencia artificial. Seguimos creyendo en ellas. Seguimos adorándolas y temiéndolas, con una credulidad que ríete tú de quienes estos días sacan en procesión cristos crucificados y vírgenes dolorosas.
Seguimos pensando la bolsa con un imaginario de hace décadas: el parqué, las pantallas, gente gritando y haciendo señales, con un teléfono en cada oreja, ¡compra!, ¡vende! Los telediarios siguen enviando un cámara a la bolsa madrileña o a Wall Street para que recoja las mismas estampas añejas de siempre. Pero hace mucho que las bolsas se emanciparon de la economía real y hasta de la realidad misma, incluidas las leyes de la física: el llamado “trading de alta frecuencia” (HFT en sus sigas en inglés) domina los mercados: empresas de inversión compitiendo por operar no ya en segundos, décimas o centésimas, sino en milésimas de segundo. El más rápido gana.
Los brokers hoy tienen supercomputadoras, centros de datos y cableado propio para que las órdenes alcancen la velocidad de la luz. Miles de millones cambiando de manos en una fracción de segundo, a una escala que el cerebro humano no puede comprender. Operaciones en las que no hay intervención humana, aunque por supuesto los algoritmos son diseñados por humanos, no hay divinidad ni antropomorfismo. Hoy las grandes empresas de bolsa buscan físicos y matemáticos antes que economistas.
Podemos leer esta última semana bursátil en relación con la guerra comercial de Trump, interpretar la reacción de los mercados a los aranceles de quita y pon, pero solo sabemos una cosa con certeza: que algunos han ganado mucho dinero estos días. Mucho, mucho dinero. El sube y baja ha sido una timba salvaje donde los más listos han hecho millonadas. Puede que incluso con información privilegiada y ayuda del gobierno norteamericano, lo que sería coherente con la nueva plutocracia.
No es que las bolsas respondan a los aranceles; es que la guerra comercial es una oportunidad para ganar mucho dinero comprando y vendiendo a velocidades galácticas. Pero sigamos creyendo que las bolsas hacen cosas; sigamos adorándolas, temiéndolas y sacándolas en procesión.