La firma del carnet de identidad es la única oportunidad que nos concede el Estado de dar rienda suelta a lo que somos. Es el único gesto de rebeldía permitido, un trazo nervioso, dubitativo o solemne que se escapa al rígido corsé burocrático
Yo tengo prisa y la intención de despachar a este tipo rápidamente, porque ni a mí me gusta tratar con maderos ni él tiene demasiada pinta de querer trabajar esta mañana. Su desdén y el mío son Neymar y Messi trastabillando defensas al borde del área; un espectáculo infame de burocracia y desprecio, o sea, un martes cualquiera en la oficina para renovar el DNI. Normalmente estos sitios son o comisarías o se encuentran anexos a una comisaría; qué sé yo, esto es un bajo que podría ser un asadero de pollos o una mercería de las antiguas. Pero no, es la comisaría de Isaac Albéniz en San Antón y juraría que he venido aquí más veces de lo previsto.
Solo que algo falla, porque el policía está a lo mío y a las vacaciones de su compañero al mismo tiempo, que por lo visto ha estado por Benalmádena y me está preguntando las cosas dos veces; dos, porque cuando yo respondo él lo mira ensanchar los brazos formando un espeto imaginario. Repito, tengo prisa; me ha dicho que pegue mi fotografía en una cartulina blanca; eso hago. Y también escribo, tal como me ha pedido, mi DNI en un rectángulo justo debajo del cuadradito que deja para la foto. Hasta he pagado con tarjeta; uno no pide nacer, muchísimo menos ser fiscalizado por un Estado policial. Al expedirlo gira la cabeza y ya no vuelve a hacerme caso hasta que carraspeo; otra vez, algo no cuadra.
El diseño es de los nuevos, pero mi firma es, en lugar de la de siempre –en realidad, no me ha pedido que firme nada–, una ristra de dígitos garabateados a mano –mi mano– y que coincide exactamente con mi número de DNI. No me cuadra, así que he carraspeado; perdona, le digo, y me arrebata el plastiquín de las manos. Tienes razón, me he equivocado, me dice; menos mal, porque qué incómodo sería andar con esta ridiculez por la calle. Repetimos el proceso, incluyendo las vacaciones del otro merluzo por la costa del sol, que lleva toda la mañana –al menos desde que llegué hace cuarenta y cinco minutos– sin dar un palo al agua. En pandemia estos eran los que salían a la calle con el pecho inflado a confiscar aplausos que eran para otra gente. Me da el DNI otra vez y me dice que el chip estaba rayado, que ahora está todo bien; pero la firma sigue siendo la misma. Lo miro con desconcierto y lo guardo en mi cartera; de nuevo, qué sabré yo. Lo mismo ahora van así, y lo de las firmas es solo para la gente importante, los presidentes autonómicos y los toreros.
Y algo va mal porque, al levantar la vista, sin moverme del sitio, estoy otra vez en la cola de la comisaría de Isaac Albéniz, en San Antón, y parece que ha pasado una semana, y un hombre tan pequeño que no le llegan los pies al suelo espera delante de mí en una cola que no avanza, sino que envejece; se retuerce de lado a lado buscando un asiento libre, serpentea sin llegar a ninguna parte y la paciencia se evapora y condensa y precipita en un ciclo que no acaba nunca, los niños nacen y mueren, los aranceles vuelan chisporroteantes como un arroyo de ceniza y chispas y los imperios caen, se desvanecen y colapsan mientras el tiempo pasa.
Uno se vuelve anarquista de puro pedir citas: cuando se acaba la cola, estoy frente al mismo funcionario que me mira con su cara de pez espada, y me dice que para hacerme el pasaporte tengo que darle mi DNI. Me dice que qué curiosa es mi firma y no salgo de allí detenido porque una fuerza superior lo impide. No sé cómo, pero la sala cambia de color, se afloja, se inclina. Un banco al sol quema como una mala conciencia y es ahí donde un militar marroquí me tiene retenido en la frontera, porque le ha parecido rarísimo que mi firma sea más parecida a un código de barras que a un autógrafo. Hay otro, con un cigarro encendido y el fusil dormido en el regazo, que ya se ha reído dos veces –que las he contado–; me están reteniendo para seguir cachondeándose. Protesto. Pero no con palabras, no con fuerza: como se protesta en estos sitios, mirando fijamente a un punto vacío. Algo hace clic. El aire se espesa.
Y vuelvo a protestar, porque esto es insostenible, y necesito un DNI nuevo, y allí están el uno y el otro contándose las vacaciones. La cola es eterna y coincido allí con viejos conocidos. Suena un murmullo tras las mesas, un sonido cacharril de la máquina expendedora y una mezcla de diez idiomas en la sala de espera; pero algo no cuadra y el techo se tambalea como un terremoto que se desorienta y vuelcan las placas del falso techo; caen dos enormes ratas que salen disparadas y nadie se inmuta. Una cruza la sala y la otra se esconde bajo el mostrador de atención al ciudadano; la de seguridad bosteza como queriendo echarnos y el funcionario mira al reloj.
La firma del carnet de identidad es la única oportunidad que nos concede el Estado de dar rienda suelta a lo que somos. Es el único gesto de rebeldía permitido, un trazo nervioso, dubitativo o solemne que se escapa al rígido corsé burocrático. Y si hasta eso me quitan, si hasta en ese pequeño acto de insurrección simbólica el sistema y el Estado se equivocan por estar más pendientes de una playa y un espeto, qué sentido tiene; la comisaría de Isaac Albéniz se me ha aparecido en sueños para recordarme que, hasta mediados de 2030, solo seré un código de barras, perfectamente escaneable, perfectamente prescindible.