La única vía para evitar el desastre es que las izquierdas consigan suficientes escaños. Y eso solo será posible si logran repetir la fórmula de 2023, presentándose en una candidatura unitaria para minimizar la penalización de la ley electoral
Si aún queda alguien en España que no conozca a Mazón por su desastrosa gestión durante la DANA, al escucharlo elogiar el acuerdo de presupuestos podría haberlo confundido con un dirigente de la extrema derecha. Entre otras cosas, calificó la tímida, tardía e insuficiente respuesta institucional a la crisis ecosocial como «dogmatismo climático» y arremetió contra el ya descafeinado Pacto Verde Europeo, acusándolo de destruir las economías nacionales.
Es difícil saber si Mazón realmente cree en estas afirmaciones o si simplemente las adopta porque son la única vía para sacar adelante sus presupuestos autonómicos y, de paso, desviar la atención del juicio y probable condena que pende sobre él. Pero a estas alturas, la sinceridad es irrelevante. Mazón, como tantos otros dirigentes populares antes que él, ha demostrado que está dispuesto a asumir las posiciones de la ultraderecha con tal de gobernar. Y ya no se trata solo de discurso: ahora también se ha comprometido con políticas concretas que responden a las exigencias de los ultras a cambio de sus votos. La extrema derecha no necesita estar sentada en el Consell para imponer su hoja de ruta.
Algunos aún sueñan con una derecha civilizada y democrática, comprometida con los derechos fundamentales, que condene los crímenes del franquismo y se niegue a gobernar con la ultraderecha. Es un deseo comprensible, pero ingenuo. Las derechas españolas nunca han arraigado en la tradición democrática y antifascista, por lo que resulta difícil imaginarlas siguiendo el ejemplo de los conservadores alemanes, que mantienen un cordón sanitario frente a la extrema derecha. De hecho, la evolución del PP en los últimos años sugiere que se siente más cómodo en la órbita del trumpismo de Orbán—quien, por cierto, también fue miembro del Partido Popular Europeo—que en la de sus homólogos alemanes o franceses.
Pero esto no es solo cuestión de ideología o tradición política. Hay algo más perverso en la dinámica de competición en la que está atrapado el PP desde hace más de una década. Su pugna con Ciudadanos por el control de la derecha desató una escalada de hipérboles nacionalistas que terminó derechizando a su electorado. Ciudadanos perdió esa batalla, pero el PP no la ganó: el gran beneficiado fue el entonces marginal partido ultra Vox. Desde entonces, la competición interna de la derecha se ha desplazado hacia posiciones aún más extremas, hasta el punto de que hoy, en ese espacio ideológico, solo quedan PP y Vox. Los demás están lejísimos. Para el PP, esto no es una victoria, sino una trampa.
La derechización del PP lo ha llevado a un aislamiento político que lo separa de otros partidos conservadores con una visión del Estado distinta. La derecha vasca y catalana rechaza cualquier pacto con el PP mientras este siga asumiendo el discurso ultra de Vox. Sin embargo, dentro del PP creen que renunciar a ese discurso implicaría perder el liderazgo de la derecha. El resultado es un partido atrapado en una identidad confusa, lo que explica los bandazos de Feijóo y su portavoz Borja Sémper.
Las decisiones pasadas del PP han hipotecado su futuro al destino de la ultraderecha. Su aislamiento político implica que solo puede gobernar España con el apoyo—y el chantaje permanente—de Vox. No tiene más aliados potenciales. Es verdad que se han hecho intentos por acercarse a Junts y al PNV, pero la brecha es demasiado grande. Y tampoco es realista pensar que las izquierdas facilitarían un gobierno del PP -y apoyos continuos durante cuatro años- solo para evitar la influencia de Vox en el Ejecutivo.
Seamos claros: el escenario más probable es que, si PP y Vox suman mayoría absoluta, formarán gobierno juntos. Mazón ya ha mostrado el camino. Y cuando eso ocurra, no importará si hay ministros ultras en el Consejo de Ministros, porque la agenda política del gobierno será, en esencia, de extrema derecha.
Las encuestas llevan meses apuntando en esa dirección. El PP no va a salir de este atolladero antes de las elecciones generales, como demuestra el apoyo de su dirección nacional al acuerdo con los ultras en Valencia. La única vía para evitar el desastre es que las izquierdas consigan suficientes escaños. Y eso solo será posible si logran repetir la fórmula de 2023, presentándose en una candidatura unitaria para minimizar la penalización de la ley electoral. Dicen también casi todas las encuestas que eso sería, con toda probabilidad, suficiente para cambiar las tornas. ¿Serán entonces capaces estas izquierdas de quitarse los cuchillos de las espaldas y empezar a pensar en estos escenarios de unidad con realidad, serenidad y pragmatismo?
El PP ya ha elegido su destino, y si llega al poder, lo hará de la mano de la extrema derecha, asumiendo su agenda y su discurso sin disimulos. La única incógnita es si las izquierdas serán capaces de asumir el suyo: entender que la amenaza es real, que el margen de maniobra es estrecho y que el tiempo para experimentos, luchas internas y estrategias personalistas se ha agotado. Si no actúan con la unidad y la inteligencia que necesitamos, no podrán decir después que no lo vieron venir.