Las parejas que se deciden a ser padres atraviesan cambios profundos desde antes incluso de que lleguen los niños. Tanto que algunas necesitan terapia y otras acaban separándose: «El agotamiento de las noches sin dormir y de las nuevas responsabilidades crearon un cóctel imposible de conflictos»
Mi experiencia criando a una niña con un hombre 14 años mayor que yo: recae todo sobre mí, estoy agotada
“Un niño es una bomba de relojería en una casa: tienes que tener las bases de pareja muy sólidas para que no se tambalee todo”. Así comienza el testimonio de Vicente Molina, padre por adopción, junto a su marido, de dos niños. Y continúa: “En nuestro caso, era tal el deseo que idealizábamos todo lo que nos iba a pasar con la llegada de los niños; pero luego cuando llegaron fue todo lo contrario a lo imaginado. Nos sacudió por completo la doble paternidad, hasta el punto de cuestionarnos si habíamos hecho lo correcto”, reconoce.
La filósofa y educadora argentina Florencia Sichel ha investigado mucho sobre cómo cambian las relaciones de pareja cuando tienen descendencia y está impartiendo una formación online precisamente sobre ese tema. Para ella, hay que empezar por lo más básico: “Dejamos de ser dos para pasar a ser tres y eso modifica todas las reglas del juego”, aclara de entrada. “El amor se transforma porque nuestra propia identidad se transforma también. Ya no son solo las cosas que tenemos en común o que nos unen, ahora se incorporan obligaciones que nos hacen estar tomando decisiones por un otro de forma permanente. Con la llegada de un hijo se vuelven a barajar las cartas y, todo el tiempo, volvemos a repactar y a reelegirnos”, sostiene Sichel.
Coincide en ese criterio Nagore Uriarte, psicóloga especializada en maternidad y fertilidad, aunque ella sitúa el inicio del cambio de etapa antes incluso del nacimiento de un bebé. “En los primeros años de relación, en los que el enamoramiento está en su máximo esplendor, el deseo y la intimidad sexual no suelen ser un problema. Pero a medida que va pasando el tiempo, se inicia la convivencia y empezamos a compatibilizar la relación de pareja con el resto de facetas de nuestra vida (trabajo, familia, amistades, hobbies, proyectos a medio y largo plazo); ahí puede que las diferentes estrategias de afrontamiento de la pareja entren ya en conflicto”, asegura la experta.
La llegada del bebé puede suponer “uno de los episodios más estresantes desde el punto de vista emocional y convivencial”, según Nagore Uriarte. “Hay un cambio enorme entre la etapa de noviazgo, con pocas cargas y mayor tiempo para el cuidado individual y de pareja, y la etapa de la crianza, en la que la carga mental se multiplica y disminuye el tiempo que se puede dedicar al cuidado de una misma y de la pareja”, explica la psicóloga. En su consulta acompaña a numerosas parejas que están pasando por dificultades derivadas de ese cambio de etapa.
Hemos sido capaces de ponernos en lugar del otro, de repartir mejor las tareas de cuidado y, sobre todo, de gestionar mejor los conflictos que surgen en el día a día sin llegar a pelearnos
Algo parecido les ha pasado a Rafael y Laura –los nombres son ficticios–, que son pareja desde hace una década y tienen dos hijos pequeños. Lo cuenta Rafael en nombre de los dos: “La primera etapa de crianza, la más intensa, nos pasó por encima. Éramos una pareja sólida, nos llevábamos muy bien, pero el agotamiento de las noches sin dormir y de las nuevas responsabilidades crearon un cóctel imposible de conflictos; de pronto nos dimos cuenta de que estábamos todo el día enfadados entre nosotros, y por cosas no especialmente importantes”, recuerda.
Fue Laura quien propuso acudir a una terapia de pareja para solucionar los enfrentamientos cotidianos, mientras que Rafael se resistió al principio. “Yo era más reticente, pero luego la verdad es que nos ha ido muy bien; hemos sido capaces de ponernos en lugar del otro, de repartir mejor las tareas de cuidado y, sobre todo, de gestionar mejor los conflictos que surgen en el día a día sin llegar a pelearnos. Hemos aprendido a hacer equipo entre nosotros sin competir, y tenemos más claro que nunca que, además de familia, queremos ser una pareja”, explica este padre.
En ocasiones, los cambios son tan profundos y derivan en tantos problemas que las parejas terminan rompiéndose. Le ha pasado a Blanca –el nombre también es figurado–, que acaba de cumplir 40 años y está separándose del padre de su hija. “Cuando la niña nació, me di de bruces con las profundas desigualdades sobre las que se había construido nuestra relación. Yo siempre me había encargado de muchas más tareas en la casa, pero mientras fuimos solamente novios digamos que no le daba tanta importancia a ese desequilibrio. Pero en pleno posparto, todavía con los puntos abiertos y la niña colgada a la teta, me vi en la situación de tener que llamar a una amiga para poder ducharme, porque él se marchaba todo el día a hacer deporte o a ver a sus amigos”, recuerda. “Aguanté durante un tiempo, intenté explicárselo pero nunca reaccionó ni asumió su parte de cuidados, así que hasta aquí hemos llegado”, explica Blanca.
El mito del amor romántico
La situación de Blanca es una de las que más ha observado en parejas heterosexuales Coral Herrera, escritora e investigadora especializada en el estudio del amor. “Cuando llega la maternidad o la paternidad, supone un cambio tan brutal dentro de una pareja que el mito del amor romántico se derrumba por completo. Porque una pareja puede parecer más o menos igualitaria cuando no hay hijos, pero en cuanto llegan eso salta por los aires. Hay muchas mujeres que creen que su pareja las va a querer y cuidar para siempre, especialmente si tienen un hijo con él, pero luego nace el bebé y algunos padres huyen de su responsabilidad. Por eso muchas parejas no sobreviven al primer año de crianza y acaban separándose”, sostiene esta experta.
Nagore Uriarte apunta a otra idea: el burnout o queme de algunas madres. “Aunque cada vez vemos parejas heterosexuales con una división de la carga de los cuidados más equilibrada, en los primeros años de crianza suele recaer mayormente en la mujer. Esto ha llevado a varios investigadores a plantearse el ‘síndrome del burnout en madres’, o cómo una mayor carga en los cuidados y la crianza así como en el trabajo diario de una casa puede llegar a causar una sintomatología semejante a los empleos de mayor exigencia y responsabilidad”, explica Uriarte.
Quizás salirnos de la trampa del amor romántico implica entender que el amor en la pareja muta, que tiene altibajos, momentos de conflicto y también crecimiento con los que hay que aprender a convivir, siempre que queramos hacerlo
Un análisis en el que coincide también Florencia Sichel, que cita a Brigitte Vasallo para abordar el mito del amor romántico: “Fuimos criadas en una sociedad que nos enseñó que lo esperable es que sigamos el caminito en lo que respecta al plano amoroso, que sería conocer a alguien, estar en pareja y tener hijos. Ponernos de novios, novias, tener una relación romántica. Vasallo llama ‘amor Disney’ a todas esas ideas con las que crecimos a partir de los consumos culturales: historias, películas, relaciones. Se nos dijo que el amor es lo principal. Y no cualquier tipo de amor, sino que en la sociedad en la que vivimos no todas las relaciones amorosas valen lo mismo”, cuenta Sichel.
Ella propone una forma de romper con ese marco: “Quizás salirnos de la trampa del amor romántico implica entender que el amor en la pareja muta, que tiene altibajos, momentos de conflicto y también crecimiento con los que hay que aprender a convivir, siempre que queramos hacerlo”. Y aporta una idea más: la “erotización de la igualdad”, que, según Sichel, “tiene que ver con valorar tener un compañero que se comprometa con las tareas del hogar y la crianza”, asegura.
Laura, la integrante de la pareja que ha salvado su relación gracias a la terapia conjunta, asegura que conoció ese concepto en consulta y que desde entonces todo funciona mucho mejor: “Cuando nacieron mis hijos yo estaba muy frustrada porque mi chico recuperó el deseo sexual muy pronto, y yo tardé por lo menos un año en volver a tener ganas. Pero mi falta de deseo tenía mucho más que ver con la sobrecarga mental y el agotamiento, con haber pasado todo el día con doscientas tareas en la cabeza. Llegaba la noche y lo único que quería era dormirme lo antes posible, ni hablar de tener relaciones”, recuerda. Cuando ambos asumieron que la relación había cambiado, empezaron a encontrar momentos de conexión que les llevaron a recuperar también sus espacios de intimidad.
Para Vicente Molina, una de las cosas buenas de la paternidad fue descubrir a su marido en el papel de padre: “Nos afectó muchísimo como pareja, porque el espacio para nosotros se redujo por las rutinas de los niños. Pero entramos en una fase distinta. Tú conoces a tu chico como pareja, pero no como padre, y descubrir esa parte puede ser muy bonito. A mí, por ejemplo, se me cae la baba cuando les veo jugando juntos. Pero para eso las bases de la pareja tienen que estar muy sólidas, porque si no, te pasa por encima”, concluye.