Cuando chocó contra un transformador de la luz en 2022 iba muy bebida. No hizo daño a nadie, pero dejó sin luz a numerosas empresas de la zona durante horas. Dio positivo en alcohol, lo que se considera delito en Corea y fue condenada a una multa de más de 13.000 dólares. Desde entonces, las toneladas de odio y crueldad que recibió en redes le impidieron continuar con su vida
La actriz surcoreana Kim Sae-ron ha fallecido. La actriz española Karla Sofía Gascón está desaparecida. El cuerpo de Kim Sae-ron, de 24 años, lo encontró en su casa un amigo sin signos de violencia: la policía trabaja con la probable hipótesis del suicidio. A Karla Sofía Gascón la ha condenado Netflix al ostracismo de los pecadores, igual que en su día la elevó a los altares de la santidad.
La historia de Kim Sae-ron es especialmente trágica porque todo en su vida de actriz iba bien hasta que estrelló su coche en un accidente hace un par de años. Había triunfado en el cine desde niña y más recientemente en series de Netflix y Disney+. Cuando chocó contra un transformador de la luz en 2022 iba muy bebida. No hizo daño a nadie, pero dejó sin luz a numerosas empresas de la zona durante horas. Dio positivo en alcohol, lo que se considera delito en Corea y fue condenada a una multa de más de 13.000 dólares. Desde entonces, las toneladas de odio y crueldad que recibió en redes le impidieron continuar con su vida de actriz. Y al final, con su vida.
El caso de Gascón es menos dramático porque sólo está desaparecida, aunque la imagino hundida, elucubrando sobre su futuro profesional, más allá del maldito Oscar. También estaba triunfando con Emilia Pérez, hasta que por tuits pasados hemos sabido de su racismo inequívoco y su menosprecio a las políticas de diversidad de Hollywood (de las cuales ahora confiaba en beneficiarse). Los comportamientos de ambas son reprobables: muestran su falta de empatía e insensibilidad al sufrimiento de los otros. La cuestión es que podemos ver defectos en la brújula ética de una celebrity sin por eso aceptar que se la linche o se la oculte como a una proscrita.
El linchamiento es una costumbre muy antigua. Ha habido castigos colectivos de muchos tipos a lo largo de la historia, desde los que tenían como fin la venganza, hasta los que buscaban aterrorizar, pasando por los que tienen el gran valor de sellar la pertenencia a una comunidad: si linchas con nosotros eres de los nuestros. Lo más cerca que he estado de una lapidación pública ha sido leyendo el estremecedor relato de Shirley Jackson La lotería. La historia tiene lugar en un pueblo norteamericano de 300 habitantes. Cada año sortean a quién le toca ser lapidado por todos los miembros de la comunidad, incluidos los niños, que lanzan piedrecitas pequeñas. Lapidan a un miembro de la comunidad por la superstición de que les traerá mejores cosechas. Todos participan. El macabro ritual está incorporado a las rutinas del pueblo. Y muestra con qué facilidad una comunidad de costumbres nos hacer ver moralmente buena una aberración. Cuando La lotería se publicó en el New Yorker en 1948, provocó centenares de cartas de protesta y numerosos lectores se dieron de baja. Comprendo la repulsión que sintieron aquellos lectores. Es un texto desasosegante y, a la vez, uno de los mejores relatos de la literatura norteamericana del siglo XX.
Lo he releído para escribir este artículo y me ha generado una incomodidad aún mayor que la primera vez, porque sé el final: “Una piedra la golpeó en la sien. – Vamos, vamos todo el mundo-, gritó el viejo Warner”. Y van todos. Es atroz lo que revela de nosotros: que la necesidad humana más elemental e inocente de pertenecer a una comunidad, nos puede volver inhumanos. Hasta el punto de matar. Hoy las redes sociales piden al individuo que sea cruel y suspenda toda consideración del otro como ser humano. La lista de gente que ha sufrido el odio por distintos motivos -incluso los más bárbaros: por expresar una opinión- es interminable en todo el mundo: desde J. K. Rowling, Justin Bieber, María Becerra, hasta Taylor Swift, pasando por Harry Styles, Amaia Montero, Ed Sheeran, Laura Freixas…
Lo llaman cancelación, pero es la vieja crueldad de siempre. Una lotería terrorífica que se ha engastado en la conversación cotidiana de las redes. Hemos normalizado que se lapide virtualmente a una actriz porque cometió el error de hacernos creer que era perfecta, sin serlo. Y que en toda su vida nunca cometió un error ético. En realidad apedreamos a otros para olvidar nuestras propias imperfecciones: aquella noche de los tres gintonics que nos saltamos un semáforo; aquel día que hablamos con desprecio a alguien de piel oscura. Y entonces escuchamos al señor Warner gritar: “Vamos, vamos todo el mundo”. En vez de pararnos a pensar cuánto se parecen nuestros defectos a los suyos, vamos. Y linchamos. Y entonces estamos del lado de la virtud, con los nuestros. ¿Qué abrigo podría ser más cálido? ¿Qué lugar podría resultar más aterrador?